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Sí, señor Ministro

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James Hacker, ministro de Asuntos Administrativos del Reino Unido en la década de 1960 llevó un diario desde el primer día de su acceso al Gabinete. Años después, ese diario fue editado con el título de Sí, Ministro, y se refería, con el infaltable humor inglés, a las dificultades que tuvo para entenderse con sus funcionarios y con los sindicatos, y en particular cuando el ministro pensaba que sus objetivos eran compartidos y se enfrentaba luego a resultados contradictorios acompañados de la publicación de diálogos mantenidos en reserva con sus interlocutores.

James Hacker, ministro de Asuntos Administrativos del Reino Unido en la década de 1960 llevó un diario desde el primer día de su acceso al Gabinete. Años después, ese diario fue editado con el título de Sí, Ministro, y se refería, con el infaltable humor inglés, a las dificultades que tuvo para entenderse con sus funcionarios y con los sindicatos, y en particular cuando el ministro pensaba que sus objetivos eran compartidos y se enfrentaba luego a resultados contradictorios acompañados de la publicación de diálogos mantenidos en reserva con sus interlocutores.

Los episodios como el paro del sindicato ferroviario, las estafas dentro del Fonasa, las cientos de decisiones mal tomadas por las sociedades de Derecho privado de los Entes Autónomos, y hasta la emisión de un cheque cuyo emisor confundió cien mil pesos con cien mil dólares, nos trajeron a la mente el diario del frustrado ministro británico.

El diario del Sr. Hacker, nos demuestra que la burocracia no es un fenómeno nuevo sino que es el principal obstáculo que tiene que enfrentar toda gestión, y que por la fuerza de su estructura puede desanimar sonriendo al más renovador de los gobernantes.

Lamentablemente, como simples ciudadanos percibimos todos los días que no existe “una vara” capaz de medir gestiones, resultados y transparencia en todos los niveles del Estado. Y eso, aunque tiene explicaciones que las ciencias sociales abordan, en la mayoría de los casos se debe a que los nombramientos en variadas jerarquías son precios políticos que se pagan; en otras palabras, premios a méritos ajenos a la complejidad de las responsabilidades que deben enfrentarse.

Por eso, la autocrítica debe ser de todo el sistema político, porque los cambios que deben impulsarse solo pueden venir desde arriba hacia abajo, y eso porque en general los “premiados” no sólo no están dispuestos a asumir riesgos o tener conflictos, sino que, al no tener una meta que cumplir no sienten la mínima presión por justificar sus designaciones con aportes y resultados concretos.

Por otra parte, se piensa que las leyes son los únicos instrumentos para cambiar esta situación. Y no es así, porque la forma de gestionar solo necesita estímulos y decisiones desde las cúpulas partidarias para que los jerarcas que las representan sean exigidos, relacionando metas, recursos y resultados, sin necesidad de leyes o decretos.

En incontables países y en el Uruguay la mayoría de los dirigentes se embriagan defendiendo derechos legítimos, pero a la hora de gestionar, sufren, dijera el Esc. Dardo Ortiz, del efecto “camiseta”, y terminan olvidando que el contribuyente tiene también derecho a identificar a los responsables de los despilfarros del Estado y de sus empresas públicas.

A esto debe agregarse que no se conocen casos de separación de cargos de confianza fundados en ineficiencia o ausencia de los resultados esperados. Para ser más gráficos, ¿cuántos empresarios conocemos que designan una persona sin decirle lo que esperan de él o ella? Ninguno, porque es lógico que hasta para pintar una puerta el pago se condiciona a que el trabajo se cumpla como se esperaba.

Lo contrario sucede en el Estado, porque ni siquiera se distingue una gestión pública medida sin importar la filiación partidaria, a tal punto que se desprecia la importancia que una actitud de este tipo tiene en beneficio del sistema y su credibilidad.

¿De qué vale entonces arremeter contra los actos y errores de un gobierno, si en la práctica la oposición nombra la mayoría de sus representantes sin la debida preparación para cumplir funciones de cogobierno y sobre todo de control? Con esto no estamos diciendo que esta situación es una constante sin excepciones. Pero sí tenemos que reconocer que la eficiencia y trasparencia de la gestión pública reclama de todo el sistema una autocrítica. ¿Por qué no asumimos que existe un grupo de “todólogos” que rotan en posiciones de jerarquía de diversa naturaleza como pago por su “lealtad política” sectorial o su hábil manejo de la adulonería? ¿Por qué aun cumpliendo con forzadas cuotas por sectores no somos capaces de hacer la diferencia en mantener el debido pudor institucional? ¿Por qué todo debe reducirse a compensar los votos que se aportan en las campañas políticas ?

Los intereses del Estado no pueden ser afectados por compromisos electorales ajenos a su especialidad. Cualquier persona frente a una situación de salud seria, ¿a qué médico elige? ¿Al amigo que no sabe, o el que no siendo amigo es visto como el mejor profesional? ¿Y por qué tiene que ser diferente tratándose del sector público?

De eso se quejan los pueblos en todos los continentes. Y no porque dejen de creer en la libertad y en la tolerancia para convivir, sino porque al enterarse de tanta desprolijidad, corrupción y frivolidad buscan el atajo más corto para sancionar a los que al frente del sistema les produce tantos desencantos.

Es por eso que los sindicatos son capaces de comprometer importantes inversiones porque a los actores políticos nos gana el temor de enfrentar organizaciones que disponen de fuerza electoral. Y es por esas razones que los ciudadanos se alejan de lo más representativo de la democracia, porque no tienen sindicato que los defienda y pierden la esperanza de verse atendidos por el sistema político cuando se enfrentan a problemas de su vida cotidiana.

En conclusión, ya no es simplemente sustituyendo a unos por otros que vamos a mejorar nuestra calidad de vida y rescatar los valores que perdemos. Eso se logrará si somos capaces de asumir la implementación de políticas públicas con jerarcas que exigidos pongan en juego sus posiciones.

¿Acaso no podemos aprender de lo que sucede en potencias con sólidas democracias donde son electos como reacción presidentes sin racionalidad y prudencia para conducir sus gobiernos?

Tenemos que empezar por reconocer que los causantes de estas incertidumbres somos todos. En particular, los que creemos que los errores y los resultados son exclusivamente responsabilidad de otros. Porque, aún cuando estén a la vista y sean muchos, la diferencia deben hacerla los que puedan transmitir la convicción de que se puede gobernar mejor.

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Sergio Abreu

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