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Las ruinas de Palmira

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Cuando parecía difícil de superar lo ya hecho en materia de barbarie, a cargo de los extremistas del Estado Islámico (EI), estos sujetos exhibieron nuevas vertientes de terror: se lanzaron a la destrucción de valiosos sitios arqueológicos y al asesinato de quienes procuraron salvaguardar tales tesoros.

Cuando parecía difícil de superar lo ya hecho en materia de barbarie, a cargo de los extremistas del Estado Islámico (EI), estos sujetos exhibieron nuevas vertientes de terror: se lanzaron a la destrucción de valiosos sitios arqueológicos y al asesinato de quienes procuraron salvaguardar tales tesoros.

Hasta hace algunos días, el EI había estado destruyendo antigüedades irremplazables en Siria e Irak, centrándose especialmente en Palmira, cruce de antigua ruta de caravanas y combinación única de estilos romano y persa, borrando de la faz de la tierra construcciones como el templo de Baalshamin. Poco después se ocupó de recordarle al mundo que su energumenismo podía mostrar redobladas formas de bárbara maldad: se aplicó a asesinar en forma especialmente cruel a gente como el admirable “señor Palmira”, quien durante décadas cuidó los monumentos históricos existentes en territorio sirio.

Khalid Al Assad, apodado “El señor Palmira” vigiló durante largos años los mayores tesoros históricos y artísticos de Siria, con una dedicación que incluyó darle el nombre de la reina Zenobia a su propia hija. Pero hace algunos meses la ciudad cayó en manos del Estado Islámico, a cuya gente no le bastó destruir las estructuras milenarias invocando que eran símbolos de idolatría, sino que los yihadistas capturaron a Khalid Al Assad, lo arrastraron hasta la plaza pública y lo entregaron a un enmascarado que lo decapitó ante el público. Su cuerpo ensangrentado fue colgado de un semáforo y los terroristas dejaron su cabeza tronchada apoyada sobre el suelo y entre los pies de la víctima.

Durante la Segunda Guerra Mundial se hicieron esfuerzos para que el daño que el patrimonio edilicio y artístico pudiera sufrir, fuera en lo posible minimizado. Hasta Hitler se negó a la destrucción de París, propuesta por secuaces suyos. Y se pensó al final de aquel conflicto, que nunca más habría destrucciones del patrimonio mundial, creándose instituciones como el Consejo Internacional de Museos (ICOM), encargadas de devolver tesoros a sus legítimos dueños y de restaurar obras de arte y edificios.

Nunca se pudo pensar que el salvajismo más necio y brutal estuviera agazapado, esperando para golpear con fuerzas renovadas en pleno siglo XXI. Es cierto que más vale salvar vidas humanas que tesoros, pero aquí no se trata de eso. No está en juego esa opción ya que estamos ante la aniquilación desaprensiva tanto de seres humanos como de tesoros arqueológicos.

Es oportuno en esta encrucijada citar las palabras de Irina Bokova, directora general de Unesco, la agencia cultural de las Naciones Unidas, refiriéndose a uno de los templos destruidos: “nuevo crimen de guerra y una pérdida inmensa para el pueblo sirio y la humanidad”. Ella señaló que una destrucción de esta índole amenaza con borrar la diversidad que ha caracterizado a Siria por milenios. Comentó: “El arte y la arquitectura de Palmira, levantados donde se cruzan varias civilizaciones, es un símbolo de la complejidad y riqueza de la identidad y la historia siria… los extremistas buscan destruir esa diversidad y riqueza”. No se puede menos que hacerse eco de tales pensamientos y formular un llamado a la comunidad internacional para enfrentar unida esta oleada destructora.

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