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Un recuerdo para Margot

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Si bien es verdad que un pequeño porcentaje de las mujeres son inteligentes como los hombres, en conjunto, la inteligencia es una especialidad masculina. No hay duda de que algunas mujeres son geniales, pero la suya es una genialidad inferior a la de Shakespeare, Newton, Miguel Ángel, Bethoveen, Tolstoi”.

Si bien es verdad que un pequeño porcentaje de las mujeres son inteligentes como los hombres, en conjunto, la inteligencia es una especialidad masculina. No hay duda de que algunas mujeres son geniales, pero la suya es una genialidad inferior a la de Shakespeare, Newton, Miguel Ángel, Bethoveen, Tolstoi”.

La frase de Arnold Bennet, utilizada por el escritor Desmond Mc Carthy para provocar a su contrincante, la escritora Virginia Wolf, logró enfurecerla y mucho. Tanto, que de su enojo y reflexiones surgió el conocido reclamo que tituló su libro: Una habitación propia. En esa obra ella creó literariamente a una supuesta hermana de Shakespeare, dotada del mismo talento que el escritor, pero destruida por el mundo circundante, que no le da la oportunidad de demostrarlo. Muere de frustración, apuñalada por los límites y los prejuicios.

Con ese personaje literario, Virginia Wolf denunciaba su presente, a la vez que reclamaba un mundo en el que la mujer pudiera ser reconocida por sus méritos. Una habitación propia se publicó en 1929, pero la Wolf escribía desde 1905 en la prensa, y su primera novela había sido publicada en 1915. Era, pues, contemporánea de las pioneras sufragistas inglesas, que se congregaron en la “Unión Social y Política de las Mujeres” en 1903 y que consiguieron el derecho al voto en 1918. Eso sí, sólo podían hacerlo al cumplir 30 años de edad, mientras que los hombres podían votar desde los 21.

Ana Frank tuvo una hermana llamada Margot, y no estamos hablando de un personaje de ficción, sino de alguien que asistió con ella a la misma escuela, hasta que Hitler ascendió al poder y comenzaron las medidas antijudías. Al igual que su hermana, Margot emigró con toda la familia a Holanda, hasta que ese país fue invadido por los alemanes. Vivieron el mismo derrotero: años de vivir escondidas, para luego ser descubiertas y deportadas a Polonia, al terrible campo de concentración de Auschwitz. De allí fueron trasladadas a Bergen-Belsen, lugar en el que ambas murieron. Margot murió un 9 de marzo como hoy, pero de 1945, a causa del tifus; poco antes que Ana siguiera su misma suerte y apenas semanas antes de que la guerra llegara a su fin.

Fue por el diario de Ana que se supo que Margot también escribía uno. En aquel terrible encierro compartido, ambas se consolaron con aquello que Virginia Wolf describió orillando la arrogancia: “Escribir constituye el placer más profundo, que te lean es sólo un placer superficial”. La diferencia fue que el diario de Margot no apareció, se perdió en ese escalofriante escenario de destrucción que marcó el final de la guerra. Sí pudo ser hallado y preservado el de Ana, que se consagró como un implacable testimonio del horror, pasando a ser uno de los libros más vendidos en el mundo entero. La voz de ese diario convirtió a la niña judía en un emblema.

La diferencia entre la voz de Ana y el silencio de Margot ilustra -y elogia- la irreductible independencia de pensar que otorgan la escritura y la lectura. Armas poderosas que las mujeres han reivindicado históricamente y que -una vez más me permito citarla- la pionera Wolf sintetizó con meridiana claridad: “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”.

Por eso cuando se dice -y suscribo- que Uruguay se juega su futuro en la educación, deberíamos anotar una cita al pie que agregara: “y en el caso de las mujeres, doblemente”.

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Ana Ribeiro

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