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El problema no es Silva

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La caída de Alfredo Silva implica mucho más que un eventual costo electoral para la izquierda. Es una fuerte sacudida a toda una cultura que hasta ahora no ha sido revisada.

La caída de Alfredo Silva implica mucho más que un eventual costo electoral para la izquierda. Es una fuerte sacudida a toda una cultura que hasta ahora no ha sido revisada.

En primer lugar, el episodio es un golpe contundente contra los intentos de dividir al mundo entre buenos y malos, o entre la parte sana y la parte corrupta de la sociedad. Aunque decirlo luzca trivial, la caída de Silva confirma que nadie tiene el monopolio de la pureza ni de la solidaridad social. Un sindicalista puede ser tan puro o corrupto como un político o un empresario. Esto explica por qué son tan importantes las buenas reglas y los mecanismos de rendición de cuentas. Dicho de otro modo: esto explica por qué lo político nunca debe estar por encima de lo jurídico.
En segundo lugar, el episodio vuelve a mostrar las insuficiencias de la visión corporativista de la que se ha teñido la izquierda uruguaya. Para esta visión, es bueno que los grandes organismos públicos, como ASSE o ANEP, sean gobernados (o al menos cogobernados) por los trabajadores. Pero la realidad es que eso no es bueno para la democracia ni para la justicia social.

Los representantes de los trabajadores no representan a todos los miembros de la sociedad sino, justamente, a los trabajadores. Y ocurre que mucha gente queda fuera de esa categoría: no sólo los empresarios y los rentistas, sino también, entre otros, los menores de edad, los desempleados, las amas de casa, los jubilados, las personas con discapacidades que les impiden trabajar y los miembros de las generaciones futuras.

Las personas que pertenecen a estos distintos grupos tienen intereses que no siempre convergen. De hecho, es frecuente que entren en conflicto. El interés en aumentar el empleo puede atentar contra la calidad del ambiente que recibirán las generaciones futuras. El interés en aumentar los salarios públicos puede afectar la capacidad del Estado de realizar transferencias a la seguridad social (de las que depende el monto de las jubilaciones). En la mejor de las interpretaciones posibles, los intentos de Alfredo Silva por apoyar a los trabajadores generaron perjuicios a los pacientes de ASSE, porque la sobrefacturación de unas cooperativas fuera de control dejó menos recursos para mejorar la calidad de la asistencia.

Todos tenemos intereses particulares, y es legítimo tenerlos. Nuestros intereses particulares pueden entrar en conflicto con los intereses particulares de otros, y eso no nos convierte en enemigos. Pero esto significa que, a la hora de tomar decisiones que nos afectarán a todos, debemos generar mecanismos de representación que reflejen (aunque sea de manera imperfecta) todas las complejidades que encontramos en la sociedad.

La representación política (ciudadanos representando a ciudadanos) es el mejor mecanismo que hemos encontrado hasta hoy para poner al Estado al servicio de todos. La representación corporativa es una mala solución, porque pone a las instituciones de todos al servicio de grupos específicos. No por casualidad, la representación corporativa ha sido en general impulsada por los enemigos de la democracia, como Benito Mussolini y Francisco Franco.

El triste episodio de Silva no ha hecho más que recrear una historia conocida. No estamos solamente ante la falla personal de un individuo. Estamos ante las consecuencias inevitables de un concepto erróneo.

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Pablo Da Silveira

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