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Políticamente correcto

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La libertad de expresión es uno de los derechos inherentes a la persona humana. No sólo debe defenderse ante sistemas políticos opresores sino frente a la censura que muchos, cada día más, se auto imponen por temor a discrepar públicamente con lo que se considera “políticamente correcto”.

La libertad de expresión es uno de los derechos inherentes a la persona humana. No sólo debe defenderse ante sistemas políticos opresores sino frente a la censura que muchos, cada día más, se auto imponen por temor a discrepar públicamente con lo que se considera “políticamente correcto”.

Me explico, el avance de verdades blindadas es un progresivo intento de limitar a quienes no las comparten o descalificarlos con adjetivos prefabricados. Y lógicamente, esto tiene por resultado el silencio y la supresión de la posibilidad de una sana discusión abierta.

Veamos ¿cuántos de nosotros callamos antes de decir lo que pensamos por temor a una sanción social? ¿Quiénes estamos dispuestos a asumir riesgos en nuestra vida de relación por enfrentarnos a lo que hoy se considera “políticamente correcto”?

En realidad muy pocos, porque la sociedad ha perdido fuerza para discutir con tolerancia visiones contrapuestas sobre diversos temas. Y eso se debe a que un planteo simple e impuesto no permite profundizar en argumentos que arrojen luz sobre realidades económicas, crisis educacionales o valores que se disuelven.

La Gestapo del pensamiento nos condiciona y nos reprime, al punto que ha transformado en “raro” y “reaccionario” todo lo que el sentido común nos puede dictar. Para que quede claro, nos enfrentamos a una ingeniería social y cultural moderna que califica de “racismo” y de “fobias” cualquier interpretación diferente sobre lo que ella ha definido como lo “políticamente correcto”.

Esto es tan así, que cuestionar la cuota femenina en materia electoral o la adopción de hijos por matrimonios homosexuales implica un cuestionamiento y una condena para quien lo expresa. En particular, cuando dirigentes políticos perciben que sus aspiraciones electorales pueden perjudicarse si hacen pública sus discrepancias con la legalización de la marihuana u otras liberalidades de moda.

Un “Santo Oficio” cultural se comporta actualmente como una inquisición que desde los centros de la intelectualidad o del arte en todas sus expresiones no admite que una voz disidente cuestione determinadas conquistas que consideran alcanzadas para asegurar una nueva forma de convivencia.

Las ideas pueden compartirse y rechazarse incluyendo reformas novedosas, pero nunca desde el silencio o bajo la amenaza de hostigar a los que se atreven a sostener otra posición. En esa situación es común que muchas figuras públicas evitan pronunciarse sobre el aborto, porque la vida, el bien supremo de la humanidad, tiene que ceder ante argumentos sociales y hasta científicos, como que un ser concebido no es más que energía que puede ser interrumpida. Y entonces se preguntan con sentido utilitario ¿para qué voy a opinar si omitiendo una respuesta firme podría obtener un mayor respaldo electoral?

El silencio puede ser mayoritario o minoritario pero no debe ser el refugio de la comodidad. Con esa actitud habilitamos el ejercicio de la dictadura de lo “políticamente correcto” que oprime y amenaza con humillaciones colectivas a toda persona que antes se atrevía a decir lo que pensaba sin temor a represalias.

En estos días hemos sabido que el Santo Padre abrió los archivos del Vaticano para contribuir en la búsqueda de la verdad y la justicia. Muy bien, ¿pero la memoria de tantos inocentes muertos o secuestrados por la violencia tupamara no cuenta? ¿El gobierno no la considera? A vía de ejemplo, Pascasio Báez, Carlos Burgueño o Rodolfo Leoncino por recordar algunos ¿eran humanoides que perdieron la vida sin derechos? Pereyra Reverbel, Frick Davie, Ferrés, Días Gomide, y muchos otros ¿no deberían ser recordados como víctimas inocentes a pesar de la furiosa reacción que las “elites progresistas” tendrían ante el legítimo intento de sacarlos del olvido?; ¿cómo se les ha resarcido a ellos y sus familias?; ¿de la misma forma en que se legisló resarciendo a los detenidos bajo medidas prontas de seguridad en tiempos de la democracia?

Lamentablemente, el sentido común y la igualdad de tratamiento están anestesiados porque el silencio es más cómodo que reclamar por los que ya no tienen voz ni recuerdo. ¿y si a tantos tupamaros se les hubiera condenado a “cadena perpetua” como a Juan Carlos Blanco, cuál habría sido la actitud de las elites revolucionarias?

Ya imagino la reacción por lo que escribo. Muchos dirán que nada se gana recurriendo al pasado o que las situaciones son distintas como dialécticamente han argumentado.

Pero el problema es el presente, porque desde que la hemiplejia moral se ha instalado en el país, los “iluminados” quieren imponer una democracia cobarde e intimidada para consolidar una gradual dictadura disfrazada. Esto explica que al recurrir a la figura de lo “políticamente correcto”, como su principal instrumento, hasta la propia sociedad no percibe que el objetivo de limitar la libertad y el ejercicio de sus derechos se ha cumplido.

Nuestros hijos y nietos tienen que pensar y defender sus ideas como quieran, pero nunca desde la prepotencia o desde el silencio impuesto. La sociedad que vamos a vivir tendrá que reaccionar ante este engendro totalitario. Y eso solo depende de la ciudadanía que debe exigir que el sistema político no se resigne a un confortable oscurantismo.

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Sergio Abreu

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