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Un país normal

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La manera en que los uruguayos hemos organizado el sistema educativo va a contramano de lo que se hace en el mundo democrático, y probablemente en el mundo entero.

La manera en que los uruguayos hemos organizado el sistema educativo va a contramano de lo que se hace en el mundo democrático, y probablemente en el mundo entero.

Lo normal en los países democráticos es que el gobierno de la enseñanza esté en manos del Ministerio de Educación. Allí es donde se fijan las metas nacionales, se evalúan los logros y se asignan los recursos disponibles. En Uruguay, en cambio, el ministro de Educación se ocupa de varias asuntos inconexos (los fiscales, los registros, el correo) pero apenas se ocupa de educación. Lo que en cualquier democracia son las tareas propias de ese ministro, aquí están en manos del CODICEN, es decir, del Consejo Directivo Central de un ente autónomo llamado ANEP.

La gran diferencia entre estos modelos es la siguiente: en las democracias “normales”, el ministro de Educación está, como todos los ministros, sometido a control parlamentario. Si hay disconformidad con su tarea, puede ser interpelado y censurado. Los miembros del CODICEN, en cambio, escapan a todo control por parte de los representantes de la ciudadanía: los parlamentarios pueden invitarlos a informar sobre lo que están haciendo, pero ellos deciden si asisten o no, y en ningún caso pueden ser censurados. Esto explica por qué nuestras autoridades educativas le tienen más miedo a los sindicatos que a los parlamentarios. Sólo los primeros pueden crearles problemas.

Esta no es la única rareza de nuestra enseñanza. En casi todo el mundo (y especialmente en todos los países que obtienen buenos resultados) son los centros educativos los que eligen a sus docentes. En la enseñanza pública uruguaya, en cambio, son los docentes quienes eligen los centros donde van a desempeñarse. Este extraño principio, sumado al exótico mecanismo de elección de horas que nos hemos dado, hace casi imposible que en nuestras escuelas y liceos públicos se constituyan equipos de trabajo coherentes y estables. Se trata de un modelo dañino, que castiga a los alumnos, a los directores y a los docentes más jóvenes. Sólo los docentes con más antigüedad se ven beneficiados.

En los últimos años se ha agregado un nuevo ejemplo de funcionamiento a contramano. En todo el mundo democrático, la discusión pública sobre educación empieza por fijar metas, sigue por definir líneas de acción que permitan alcanzarlas y termina con una estimación de los recursos necesarios para poner en marcha esos planes. Si se descubre que el dinero requerido es demasiado, se abandona la línea de acción propuesta y se vuelve a empezar desde el principio, teniendo en cuenta lo aprendido.

En Uruguay, en cambio, se ha impuesto la costumbre inversa: primero nos peleamos para decidir cuánto vamos a gastar en educación (si el 4,5%, el 6% o lo que se esté proponiendo dentro de unos años) y dejamos para algún otro momento posterior la cuestión de definir qué vamos a hacer con esa plata. Tal como han mostrado los últimos dos gobiernos, esta es una receta infalible para derrochar dinero sin lograr ningún avance significativo.

La gran tarea que los uruguayos tenemos pendiente en relación a la enseñanza puede resumirse en una sola frase: tenemos que conseguir volvernos un país normal. Todos los exotismos que hemos cultivado nos han llevado a la situación en la que estamos. Nosotros somos los diferentes. Es poco probable que todos los demás estén equivocados.

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Pablo Da Silveira

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