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OIT, la sacra (I)

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Hemos visto siempre evaluar a las relaciones laborales en el país a la luz de un permanente “... porque la OIT (Organización Internacional del Trabajo) dice...” esto o lo otro. Con tono de “es palabra de Dios”. Con criterio sacro, dogmático. El tema es temporal y merece verse con instintos críticos. A través de la experiencia, la realidad, y la razón.

Hemos visto siempre evaluar a las relaciones laborales en el país a la luz de un permanente “... porque la OIT (Organización Internacional del Trabajo) dice...” esto o lo otro. Con tono de “es palabra de Dios”. Con criterio sacro, dogmático. El tema es temporal y merece verse con instintos críticos. A través de la experiencia, la realidad, y la razón.

Su invocación abusiva en el 2017, de la mano de sindicalistas practicantes de la prehistórica lucha de clases marxista (Manifiesto Comunista, Marx, 1848), que conlleva a la afirmación y el ejercicio del derecho de huelga -en los países democráticos- como un derecho absoluto, en nuestro país da vida a realidades gremiales arcaicas propias de un museo de Historia junto con la rueca de hilar, la hoz y el martillo.

Al cierre de la Edad Media, en el ocaso del feudalismo, tras la revolución industrial iniciada en Inglaterra a fines del siglo XVIII, expandida especialmente a Alemania y Francia, conmocionada la vida social por la invención de la máquina de vapor de Watt y el maquinismo, por la aparición de las fábricas urbanas y las multiplicadas concentraciones de asalariados miserablemente explotados ( por asalariado se entiende a las personas que solo cuentan para vivir con su trabajo), se alzaron voces reclamando un trato humano para la multitudes que vivían en condiciones de esclavitud urbana.

Fue el tiempo del “capitalismo salvaje”. En nombre del “dejar hacer” principio aceptado en Europa y Estados Unidos, se disolvieron gremios y corporaciones de comercio y artesanías, cuerpos intermedios entre la gente y el gobierno, parte de un mundo económico y laboral que fenecía, y se prohibieron coaliciones y sindicatos obreros, a impulsos de una libertad absoluta del hacer del capital y las nuevas tecnologías. En nombre del principio de “ dejar pasar”, a su vez, se liberó la economía internacional y las potencias europeas, formaron imperios de ultramar, que establecieron colonias territoriales. Especialmente en Asia y África, a fin de obtener materias primas baratas y nuevos mercados para los productos industrializados. A estos tiempos pertenecen las invasiones inglesas de principios del 1800, en el Río de la Plata.

El mundo se transformó en un mercado despiadado. Que moralmente exigía medidas que implicasen un equilibrio razonable entre capital y trabajo. Si unos proponían el comunismo como panacea, otros, como el Papa León XIII, en la encíclica Rerum Novarum, convocaban a que las empresas fuesen una comunidad de vida entre dueños y trabajadores, exhortando a que en su seno se promoviese el bien común de todos sus integrantes.

Había que humanizar el trabajo pero, los gobiernos de las principales potencias no querían mejorar las condiciones de los trabajadores de sus respectivos dominios porque encarecía los costos de producción, y sacaba a sus empresas de la competencia internacional. Una solución que implicase reglas laborales compartidas para todos llegó al finalizar la Primera Guerra Mundial.

En 1919, en el Tratado de Versailles, que fuese instrumento formal de la finalización del conflicto citado, con fuerte iniciativa de sindicalistas norteamericanos y franceses, y con la decisión política de los gobiernos signatarios, se creó la Organización Internacional del Trabajo, con el fin de establecer una legislación laboral universal reivindicativa que fuese obligatoria para los integrantes presentes y futuros del ente que se creaba.

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Ricardo Reilly Salaverri

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