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“Not my president”

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Donald Trump es el líder político más inquietante y desagradable que se ha visto en mucho tiempo. Su mezcla de rusticidad, prepotencia y demagogia resulta francamente perturbadora. Y ese hombre va a convertirse en breve en presidente de los Estados Unidos.

Donald Trump es el líder político más inquietante y desagradable que se ha visto en mucho tiempo. Su mezcla de rusticidad, prepotencia y demagogia resulta francamente perturbadora. Y ese hombre va a convertirse en breve en presidente de los Estados Unidos.

Entre las muchas expresiones de desagrado que generó su elección, hubo manifestaciones masivas en las calles de Nueva York, Los Angeles y otras grandes ciudades (Trump no ganó en ninguna de ellas). Los manifestantes denunciaron el lado intolerante y xenófobo del presidente electo, lo que suena perfectamente entendible. Pero también corearon una consigna que es al menos tan preocupante como la propia elección de Trump: “Not my president”, es decir, “No es mi presidente”.

Nos guste o no, Donald Trump fue votado por casi 60 millones de estadounidenses en el marco de un conjunto de reglas que todos habían aceptado. Por lo tanto, tiene todo el derecho del mundo a instalarse en la Casa Blanca y a ser reconocido como presidente de todos.

Quienes se niegan a reconocerlo como tal están ignorando, en primer lugar, la propia lógica del juego democrático. En el momento en que aceptamos participar de ese juego nos comprometemos a reconocer el resultado que surja de la aplicación de sus reglas, aun en el caso de que no resulte electo nuestro candidato. Tabaré Vázquez es hoy el presidente de todos los uruguayos, no solamente de quienes lo votaron. Y lo mismo ocurrió antes con José Mujica, independientemente de lo bien o mal que pudiera caernos. Si cada uno va a decidir qué presidente reconoce y cuál no en función de sus preferencias personales, la democracia pierde su capacidad de construir un orden compartido.

El desacierto es todavía más profundo. Quienes dicen “Not my president” no sólo están erosionando el orden democrático, sino que están defendiendo una forma de aristocracia apenas encubierta. Al negarse a aceptar a Trump como presidente de todos, están negándose a aceptar como válida y vinculante la voluntad de casi 60 millones de conciudadanos cuyos votos se traducen en una mayoría de delegados en el colegio electoral.

Complementariamente, quienes actúan de este modo demuestran que no entienden qué es lo que aporta la democracia a nuestras sociedades. La democracia no garantiza que se tomen buenas decisiones porque, como lo muestra una y otra vez la historia, las mayorías pueden equivocarse mucho. La democracia sólo asegura que las decisiones que se tomen sean legítimas, es decir, sean decisiones que todos reconozcamos como válidas y, por lo tanto, todos estemos dispuestos a respetar. Esto es enormemente importante, porque cuando no hay legitimidad sólo queda la imposición por la fuerza, con todas sus secuelas de dolor y dominación. Evitar ese extremo es la promesa fundamental de la democracia. No lo es elegir gobernantes perfectos.

Así como hay casi 60 millones de estadounidenses que votaron a Trump, hay casi 60 millones que votaron por Clinton. Pero todos ellos, junto a los millones que no votaron, deben reconocer a Trump como su presidente. Más aun, lo mejor que pueden hacer es reconocerlo como presidente de todos y exigirle que esté a la altura de esa condición. Si no lo hace, entonces tendrán una buena razón para combatirlo con todos los medios políticos e institucionales que los ciudadanos de las sociedades democráticas tenemos a nuestro alcance.

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Pablo Da Silveira

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