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No tiene arreglo

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Es notorio, aunque se trate con discreción, que nuestros problemas en educación se manifiestan también en el deterioro de las elites mejor formadas. Ellas casi siempre provienen de los estratos más acomodados de la sociedad.

Es notorio, aunque se trate con discreción, que nuestros problemas en educación se manifiestan también en el deterioro de las elites mejor formadas. Ellas casi siempre provienen de los estratos más acomodados de la sociedad.

La evolución de las pruebas PISA en adolescentes lo muestra: son cada vez menos nuestros estudiantes de mejores resultados capaces de integrar los grupos de excelencia internacionales. Pero en un país que tiene solo el 21% de su población de 18 años que termina secundaria, lo más grave es que en el nivel de elite universitaria, al que pocos acceden, también se verifican serios problemas.

Sobre ellos se advierte hace años. A fines de 2015, por ejemplo, el politólogo Luis Eduardo González ya había dado la alerta acerca de la formación de las elites, cuando declaró que “estudiantes universitarios de posgrado no saben escribir”. Por ese entonces también, una elocuente carta de renuncia del profesor y periodista Leonardo Haberkorn describió el desinteresado estado del alma de demasiados estudiantes universitarios que parecían incapaces de salir de su cómodo estado de pereza intelectual.

Más reciente y más claro aún fue el reportaje en Búsqueda a la ministra de la Suprema Corte de Justicia Elena Martínez. Crudamente describió lo que es el nivel universitario en derecho: “me preocupa cuando no hay comprensión alguna, cuando no te pueden decir qué es lo que entienden de lo que leyeron. (…) Se piensa poco, se razona menos todavía, y hay dificultades serias para comprender lo que estás leyendo”.

Las consecuencias políticas de todo esto son muchas y graves. Anoto aquí solo tres. La primera es que los muy escasos que por generación son realmente excelentes se ven tentados a irse del país. En vez de chapotear en el fango de la mediocridad ambiente, prefieren realizarse profesionalmente en los países de vanguardia, allí donde hay sinergias positivas y posibilidades de crecer. Eso implica que los que se quedan a ocupar los naturales lugares de prestigio e influencia locales terminan siendo, en general, los regularotes de sus generaciones, que de todas formas son mejores que la enorme mayoría que ni siquiera terminó el liceo.

La segunda es que esas nuevas generaciones huérfanas tienen enormes dificultades para suplantar a las viejas que están relativamente mejor formadas y que además cuentan con la experiencia a favor. No es casualidad, por ejemplo, que las jóvenes figuras del Frente Amplio tengan al menos 55 años, y que, como los de 30 y pico dan pena con sus simplistas discursos de barricada y su concepción del mundo adolescente y maniquea, se esté muy lejos de una renovación real en la izquierda.

La tercera es que las calidades de la gestión pública y del debate democrático son malas. Por un lado, no hay suficientes cuadros bien formados para tener por doquier jerarcas eficientes en este Estado mastodonte, y terminan ocupando lugares preponderantes de excelentes salarios élites de poca calidad comparativa. Por otro lado, no hay voluntad ciudadana de exigir mejores políticas públicas, ni siquiera de parte de esas élites, ya que nadie sabe lo que eso significa.

Lo peor es que, como bien dijo Elena Martínez, “a esta altura del partido esto es inarreglable”.

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Francisco Faig

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