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Muerte del buen samaritano

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Vuelvo a vos, gastado el mazo en inútil barajar”. Hace años que me pregunto cómo es posible que gente que tengo por proba, viejos amigos, sí, mantengan silencios o, peor, medias palabras cómplices sobre las dictaduras a gusto de la izquierda cavernícola que nos gobierna.

Vuelvo a vos, gastado el mazo en inútil barajar”. Hace años que me pregunto cómo es posible que gente que tengo por proba, viejos amigos, sí, mantengan silencios o, peor, medias palabras cómplices sobre las dictaduras a gusto de la izquierda cavernícola que nos gobierna.

De estos no vale la pena ocuparse. Parafraseando a Machado solo son “pedantones al paño, que miran, callan, y piensan que saben, porque […] beben el vino de las tabernas. Mala gente que camina y va apestando la tierra…” Hoy apoyan a Maduro, mañana repetirán sus monsergas y excusas subidos al banquito de su pretendida superioridad moral.

En cambio me duelen sinceramente los otros, los que creen vivir en un mundo de virtudes y valores. Pienso en particular en los miembros de un partido, perdido en los intersticios del Frente Amplio, sin listas ni candidatos, pero con muchos cargos, que una vez se definió orgullosamente como democrático y cristiano. Uno de sus confortables líderes infinidad de veces ha recordado su experiencia personal y cercana respecto al asesinato de Líber Arce. ¿Se animará a leer esta carta de Mónica Carillo, una pediatra de 50 años, madre de unos de los tantos asesinados en las calles de Venezuela?:

“Armando […] quería ser anestesiólogo y tener seis hijos. Ese día, 3 de mayo, suspendieron las clases en el conservatorio, en El Paraíso, donde estudiaba viola. Decidió irse a la protesta con su hermano mayor, Alejandro (21), donde se encontraría con su padre. Había cumplido 18 años dos meses atrás”.

En la tarde la llamó su esposo: “Se lo llevaron al Hospital Domingo Luciani. […] Cuando le vi la cara al médico, no hubo necesidad de que me dijera nada. Es la misma cara que me ha tocado poner muchas veces. Es algo que se aprende con los años de servicio. Solo pedí verlo. Me entregaron la ropa primero y supe que era un tiro. Lo destapé, estaba envuelto. No tenía dolor en la cara. Era un rostro en paz. […] Todavía no me he sentado a llorar, ni a pegar gritos, ni a tirar vainas. Lloro de a poquito, calladita, sola en la noche, sin que mi esposo me oiga. No sé por qué”.

A aquellos viejos amigos les pregunto ¿acaso no tienen memoria ni piedad? ¿Cómo es posible que uruguayos que vivieron la angustia, la incertidumbre diaria, el miedo, la violencia en las calles, la cárcel, solo le ofrezcan a sus hermanos de Venezuela un silencio cobarde y cómplice, la inacción, o lo que es peor la tibia delación que solo agrega más complicidad? ¿Cómo pueden compartir el espacio político con quienes festejan a un payaso que grita sus crímenes a “los cinco puntos cardinales”?

Los partidos políticos venezolanos, hoy marginados y entonces en el gobierno fueron solidarios con nosotros cuando, diría Gabriel Celaya, “vivimos a golpes, cuando apenas si nos dejan/ decir que somos quien somos”. No, dice el poeta, nuestras palabras no “pueden ser sin pecado un adorno, estamos tocando el fondo”.

Resuena la parábola del buen samaritano: ¿Quién es mi prójimo? Dice el papa Ratzinger que “sobre esta cuestión Jesús enseña lo mismo que la Torá” […] con una combinación de Deuteronomio 6, 5 y Levítico 19, 18: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27).” Ratzinger se pregunta: ¿Qué es lo que hace el samaritano frente a aquel hombre medio muerto junto al que pasaron sin conmoverse un sacerdote del Templo y un levita?:

“No se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe el corazón. El Evangelio utiliza la palabra que en hebreo hacía referencia originalmente al seno materno y la dedicación materna. Se le conmovieron las «entrañas», en lo profundo del alma, al ver el estado en que había quedado ese hombre”. Entonces lo lleva consigo y se encarga de sanarlo.

Pero vale la pena abrir el plano y mirar más ampliamente el cuadro histórico sobre los samaritanos. Los judíos del Templo los odiaban particularmente puesto que no les tributaban, sino que tenían su propio santuario en el monte Gerizim; muchos no aceptaban en absoluto que fuesen judíos, sino herejes y medio paganos.

Hubo samaritanos entre los primeros cristianos, pero su ingreso no fue fácil. Los apóstoles dudaron cuando estos pidieron el bautismo. Los cristianos aún formaban parte del colectivo judío y por lo tanto los samaritanos debían de ser considerados como impuros y herejes. Sin embargo, dicen los Hechos de los apóstoles (Hch 26,10-11), que Pedro y Juan dejaron las dudas de lado, “les impusieron las manos y los samaritanos recibieron el Espíritu Santo”.

Pasaron los siglos, aquella pequeña secta judía se convirtió en una poderosa religión autónoma y desde que el Emperador Constantino promulgó el Edicto de Milán (313) que legitimaba el cristianismo, su acercamiento y cooptación por parte del imperio no cesó de crecer. Justiniano (483-565) terminó de sellar el pacto que dejaba en el olvido las palabras de Jesús “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, recogidas en los evangelios.

Dice Hubert Jedin, historiador y sacerdote alemán, insoslayable autor de la Historia de la Iglesia, que “Justiniano ordena por ley que todo pagano con su familia sea catequizado y bautizado bajo pena de confiscación de bienes”. La situación del judaísmo, considerada desde tiempos lejanos como “religión lícita”, fue “más llevadera”, aunque paulatinamente fue “rodeada […] por una corona de espinas, de triquiñuelas, a la que Justiniano añadió alegremente nuevas púas. En cambio, fueron tratados como paganos los samaritanos, cuyas sinagogas fueron clausuradas, lo cual provocó sangrientas insurrecciones de estas minorías palestinas, que fueron sofocadas con inaudita crueldad. En la rebelión del 529 se dice que sucumbieron 20000 personas. Sin embargo, en el año 555 volvieron a rebelarse por segunda vez, sin más éxito que la primera. Merece notarse que en el año 551 se puso de su parte incluso el obispo de Cesárea.”

“El poder corrompe”, dice el célebre aforismo de Lord Acton. Pero la corrupción puede ser muy profunda y carcomer la solidaridad, los antiguos principios y los actuales deberes; puede carcomer la decencia.

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Luciano Álvarez

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