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Morir de burocracia

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Mario Benedetti publicó en 1960 un libro titulado El país de la cola de paja. En esa obra y en otras posteriores, denunció a un Uruguay aletargado por la burocracia, que había convertido a la oficina pública en un eje de la vida nacional.

Mario Benedetti publicó en 1960 un libro titulado El país de la cola de paja. En esa obra y en otras posteriores, denunció a un Uruguay aletargado por la burocracia, que había convertido a la oficina pública en un eje de la vida nacional.

Benedetti se equivocó muchas veces, pero en este punto acertó: el Uruguay del siglo XX (no el del siglo XIX) fue un país abrumadoramente burocrático. Demasiadas cosas ocurrían al ritmo cansino de los expedientes, y demasiada gente creía que cumplir un acto burocrático equivalía a actuar sobre la realidad.

Algunos pensaron que eso iba a cambiar con la llegada del Frente Amplio al gobierno. Décadas de crítica debían conducir a un estilo diferente. Pero, lejos de neutralizar el viejo mal, la izquierda lo agravó. No ha habido en la historia un Uruguay más burocrático que el actual.

Los gobiernos frentistas han llevado la cifra de empleados públicos a niveles inéditos. Cuando Tabaré Vázquez asumió por primera vez, el Estado tenía algo menos de 230 mil funcionarios. Al final del gobierno de Mujica había ca- si 300 mil. A eso se suma un aumento del número de privados que cumplen tareas para el Estado. Las cosas no han mejorado desde entonces.

Y no se trata solo de engordar la planilla. Además, los gobernantes frentistas han revelado tener una cabeza burocrática que sobrepasa los peores defectos del pasado. Ante cualquier dificultad, lo primero que se les ocurre es crear una comisión. Y cuanto más serio el asunto, más grande la comisión.

Veamos solo un ejemplo. Nuestro país tiene hoy un grave problema de competitividad. Tenemos costos elevados y rígidos, una crisis de infraestructura vial que aumenta nuestras desventajas y una situación de aislamiento comercial que, entre otras cosas, nos hace perder fortunas en aranceles.

Frente a este cúmulo de desafíos, el gobierno aprobó el año pasado la Ley 19.472, que instala el Sistema Nacional de Competitividad. ¿De qué se trata exactamente? De una macroestructura burocrática, incapaz de la menor ejecutividad.

Según establece la ley, el Sistema Nacional de Competitividad está compuesto por el preexistente Gabinete Ministerial de Transformación Productiva y Competitividad, que está integrado por nueve ministros y el director de OPP. A ellos se suman la Secretaría de Transformación Productiva y Competitividad, los Consejos Consultivos de Transformación Productiva y Competitividad, la Agencia Nacional de Desarrollo, la Agencia Nacional de Investigación e Innovación, el Inefop, el Instituto Nacional del Cooperativismo, la CND, el Sistema Nacional de Respuesta al Cambio Climático, el INIA, el LATU y el Instituto de Promoción de la Inversión, Exportaciones de Bienes y Servicios e Imagen País. Como si esta muchedumbre no alcanzara, la ley agrega que, “a efectos de potenciar los resultados del Sistema y el papel de los entes comerciales o industriales del Estado en el desarrollo productivo del país, el Poder Ejecutivo promoverá la participación de dichos entes”. Y nombra en particular a Antel, UTE, OSE, Ancap y la ANP.

Si alguien cree que semejante mamut puede dar respuestas ágiles a los desafíos que enfrenta el país productivo, es que no sabe cómo funciona el mundo. Y lo peor es que no se trata de una excepción: cada vez que los gobiernos frentistas utilizan la palabra “sistema”, están creando una nueva estructura burocrática, inoperante y costosa.

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Pablo Da Silveira

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