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Mirada de odio

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En la entrevista que las periodistas de El País Lucía Baldomir y Natalia Roba hicieron hace algunas semanas a Pablo Bartol, me llamó la atención un pasaje tan dramático como significativo.

En la entrevista que las periodistas de El País Lucía Baldomir y Natalia Roba hicieron hace algunas semanas a Pablo Bartol, me llamó la atención un pasaje tan dramático como significativo.

El director del centro educativo Los Pinos relató la anécdota de un alumno que antes había pasado un año recluido en el Comcar. Cuando evalúa su actuación en el simulacro de una entrevista de trabajo, el docente a cargo le dice “no me mires así, que me das miedo”. Y el muchacho le confiesa que “me cuesta mucho, porque en la cárcel tenés que demostrar que sos más malo que el más malo y eso se muestra en la mirada”.

Hay dos lecturas de este doloroso comentario. Por un lado asombra y entristece que los establecimientos penitenciarios se hayan convertido en escuelas de prepotencia, todo lo contrario a su supuesto fin de rehabilitación. Allí donde el Estado más tendría que garantizar la vida, los crímenes son moneda corriente, frente a una sociedad anestesiada que se entera de ellos y los acepta como algo funcional a la vida carcelaria. Un chiquilín va preso por un delito que tal vez ni siquiera ha cometido y abandona allí toda esperanza: tendrá que aspirar a un servicio legal de oficio, carente de tiempo y atención, o hacer que su familia se endeude para contratar un abogado. Dentro del establecimiento le espera una convivencia difícil, donde deberá hacerse respetar con sus pares o servir a quienes detentan el poder, en un submundo de ocio y degradación. Mientras tanto, la sociedad del afuera lo estará estigmatizando por la sola evidencia de haber caído: no será una persona, será un pichi, un peligro real o potencial sin cara ni alma. Se verá así empujado hacia un destino que seguramente no deseaba para sí, como nueva víctima de una fractura social inexcusable bajo un gobierno que se dice de izquierda, incapaz de convertir a la educación en un instrumento igualador y promotor de justicia social y superación personal.

Pero esta no es la única lectura de la mirada de odio que confesó el estudiante de Los Pinos a su docente. Existe otra más amplia, que la coloca como símbolo de los nuevos modos de relacionamiento entre los uruguayos. Porque no solo en la cárcel “tenés que demostrar que sos más malo que el más malo”, esto se ve también en la vida cotidiana: en madres de escolares que agarran a los docentes a trompadas, en hombres que matan a sus parejas o exparejas, en los escalofriantes índices de abuso infantil, en toda una producción cultural que convierte la apología del delito y la discriminación en motivo de entretenimiento. Hasta en el salvajismo del tránsito, con taxistas organizados que patotean impunemente a quienes, también fuera de la legalidad, les pelean su monopolio.

La mirada de odio es más que un recurso defensivo de un chiquilín privado de libertad: es el nuevo paradigma de interacción social. Explica el desastre sin remedio del fútbol profesional uruguayo, donde la gente se sigue matando por ridículas adhesiones simbólicas.

Extinguirla no será fácil. Hará falta un compromiso renovado en el ejercicio de la autoridad y comprender al fin que la inacción del Estado lo único que consigue es perjudicar a los más débiles. Y en paralelo, una política educativa y cultural en serio, menos preocupada por decir “todos y todas”, “transversalización”, “heteronormatividad” y “afrodescendientes”, y más por promover valores de convivencia respetuosa y solidaria.

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Álvaro Ahunchain

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