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Matando el pensar

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Prohibiéndole expresarse, la libertad de pensamiento fue ahogada desde el fondo de los tiempos.

Prohibiéndole expresarse, la libertad de pensamiento fue ahogada desde el fondo de los tiempos.

Por enseñar a filosofar se hizo beber la cicuta a Sócrates y a nuestro entrañable Gorgias. Por sentar nuevos dogmas religiosos o discutir los anteriores, unos crucificaron y otros mandaron a la hoguera a los discrepantes, sometiéndolos a la Inquisición bajo las cruentas reglas de manuales como el de Nicolau Eimeric, que indicaba cómo torturar para detectar la herejía que pudiera asomarse tras una reflexión sobre el Sol, una oda a la Naturaleza o una respuesta elíptica sobre Pitágoras.

Dolorosamente, nada de eso se terminó. En el siglo XX, la mayor parte de las dictaduras, usando pretextos que ya no fueron religiosos sino políticos, se hicieron policíaco-inquisidoras, perfeccionando su espionaje y sus atrocidades con tecnología electrónica de última generación.

Ni la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ni el Pacto de San José de Costa Rica ni el Tribunal de Roma lograron impedir que sigan montándose Estados atropelladores y que sigan impunes crímenes como el de la AMIA de hace un cuarto de siglo, o los que se cometen en Siria y Venezuela cada cuarto de hora.

Entre tanto, nuevas olas de fanatismo religioso, contraponiendo etnias por su modo de rendirle culto a Alá, inducen a alucinados dispersos a morir contentos por asesinar infieles. Todo lo cual actualiza penosamente las más despiadadas prácticas de persecución a la libertad de expresión del pensamiento, que ya no cuenta ni siquiera con el refugio de la privacidad, atravesada por toda clase de miradas y grabaciones clandestinas con incontrolable destino.

Y como si no fuera suficiente desgracia que se prohíba decir en voz alta lo que se piensa, el siglo XX agregó otra técnica liberticida, que ya no consiste en prohibir que se exprese el pensamiento, sino en suprimirlo en la matriz de los cerebros. Con el nuevo método, para silenciar el pensamiento no hay que mandar cerrar diarios, ni prender panfletistas ni amordazar a los ciudadanos: basta lograr que la gente no piense. Por miedo, por cálculo de conveniencia, por el qué dirán, por lo políticamente correcto… o por simple haraganería mental, la cuestión es acostumbrar a los ciudadanos a no analizar y a no elevar ideales por encima de la realidad.

En vez de llamar a cada uno a ampliar su consciencia reflexiva, al sujeto se lo invade desde lo colectivo, colocándole las anteojeras de una ideología que pone eslóganes y reflejos condicionados allí donde debiera promoverse la sensibilidad, con búsqueda de nuevas respuestas por encima de fronteras ajenas y propias.

Armando los grados universitarios sin abrir las almas a lo universal, reduciendo las profesiones de servicio a meras técnicas operativas, achicando el horizonte vital, se lleva a las personas y a los pueblos a olvidar que todo individuo puede hermanarse con los demás en la comprensión de ciertos mínimos esenciales, que están muy por encima de la circunstancia y condición de cada uno.

Y a olvidar que hay verdades que son inmediatamente asequibles y hay valores que todos debemos defender, lo mismo a partir de muchos libros que de unos pocos refranes.

Y es con olvidos de esa laya que se pavimenta el tobogán de nuestras decadencias.

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Leonardo Guzmán

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