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María, la brava

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Los tiempos del nacimiento del gran imperio español y su Siglo de Oro estuvieron plenos de mujeres hechas de la tela de la Historia.

Los tiempos del nacimiento del gran imperio español y su Siglo de Oro estuvieron plenos de mujeres hechas de la tela de la Historia.

Claro está que la mayoría de las damas nobles estaban sometidas al aleatorio destino de ser moneda de cambio en las alianzas reales y principescas y cumplir dócilmente la tarea de parir adecuados herederos. Pero numerosas fueron aquellas que, también, asumieron tareas de gobierno y guerra con autoridad y autonomía; Isabel la Católica, la principal. Otra Isabel, la esposa del emperador Carlos V, lo sustituyó en el gobierno de las Españas durante sus largas ausencias. María de Hungría, hermana de Carlos, gobernó los Países Bajos durante un cuarto de siglo mostrándose como uno de los mejores auxiliares del Emperador, sucedida luego por Margarita de Parma, hija bastarda de Carlos. Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, durante su breve felicidad con Enrique VIII también cumplió tareas de guerra y gobierno.

María Rodríguez de Monroy era de esa estirpe, de “corazón tan fuerte que ningún varón romano se le igualara”, la definió un cronista.

Fue la esposa de Enrique Enríquez de Sevilla, vecino y Regidor de Salamanca, señor de Villalba de los Llanos y otras propiedades en tierras de Salamanca. En pocos años tuvieron cinco hijos: varones los tres primeros: Alonso, Pedro, Luis y dos mujeres: María y Aldonza. Enríquez de Sevilla murió en 1454 dejando a María con los cinco hijos, el mayor de ocho años. En 1457 murió Alonso, el primogénito.

Salamanca, célebre por su universidad, la más antigua de España y una de las primeras de Europa, tenía por entonces la respetable cifra de 24.000 habitantes, a los que sumaba anualmente unos 6.500 estudiantes.

A pesar de ser “lugar de cultura y de ciencia” la lucha por la hegemonía entre bandos familiares alborotaba calles y plazas, a punto tal que los reyes protegieron la Universidad “con leyes y privilegios a fin de mantener su autonomía y evitar se perturbara la paz de los estudios” (Félix Carmona Moreno).

Las familias más poderosas -Maldonado, Manzano, Solís, Anaya y Enríquez- se nucleaban en dos bandos: el de Santo Tomé, encabezado por los Enríquez, en la actual plaza de los Bandos, donde estaba su palacio, aún existente y la iglesia de Santo Tomé, que les daba el nombre, como la de San Benito se lo daba al bando opuesto, el de los Manzano. No más de siete minutos a pie separaban ambos “cuarteles”. En el medio se encontraban un gran espacio ferial, Plaza de San Martín, donde habría de construirse la magnífica Plaza Mayor, ya en el siglo XVIII.

Pero las riñas, peleas y también discusiones y hasta juegos tenían lugar en otra plaza, cercana, a la mayor: la del corrillo. Los habitantes pacíficos y no embanderados evitaban cuidadosamente pasar por allí.

En 1465, María de Monroy llevaba once años de viuda, manejando su hacienda. Su hijos mayores Luis de 18 y Pedro de 19, más allá de las rivalidades familiares, al parecer tenían buena relación con dos de los Manzano: Simón y Alonso. Un día de aquel año Luis, el menor, se entreveró en un partido de pelota con los Manzano. En medio del juego hubo una discusión: insultos, golpes y por fin, el áspero sol de Castilla se reflejó en las espadas en una lucha desigual: los dos Manzano y sus criados, todos contra Luis que poco pudo hacer para evitar la muerte.

El asunto era grave. Los Manzano sabían que Pedro Enríquez, buen espadachín y hombre de liderazgo, buscaría inmediata venganza, acompañado de familiares y amigos. Ni la casa de sus padres les serviría de refugio. “Debemos adelantarnos a sus actos”, dijo uno.

Enviaron entonces a un criado para advertir a Pedro Enríquez, con fingida inocencia, que su hermano había sido malherido en un riña. Pedro tomó su espada y corrió hacia la plaza del corrillo, donde los Manzano y sus criados le esperaban emboscados. Pedro ni siquiera tuvo tiempo de defenderse.

Muerto el último varón de los Enríquez, ya no habría venganza posible, pensaron los Manzano. Volvieron a su casa, contaron el caso a su padre, quien, más cauto, los envió a Portugal, hasta que se calmaran las cosas.

Llevados los cadáveres ante doña María de Monroy, esta contuvo sus emociones. No soltó el llanto, ni siquiera una lágrima. Se acercó a sus hijos y dijo: “Yo os bendigo hijos míos, id en paz con vuestro padre, que justa venganza recibiréis”. Luego agregó “Disponed vosotros el entierro de mis adorables hijos, que yo junto aquellos que quieran acompañarme, me dispongo a partir esta misma noche tras los asesinos y hacer justicia”.

Montó y partió hacia su seguro Señorío de Villalba. Desde allí envió gente por campos pueblos y aldeas de Castilla y Extremadura, ofreciendo recompensaba por cada pista. Pronto supieron que se alojaban en una posada de la ciudad por- tuguesa de Viseu, a 225 kms. de Salamanca, dos días a caballo.

Recibida la información, se calzó una ligera armadura y tomó la espada que fuera de su esposo y su hijo mayor. Con ella montaron veinte hombres a quienes arengó así: “Cuando atraviese esa puerta aquí se queda doña María de Monroy, la mujer, y con vosotros va vuestro capitán, y la primera en entablar batalla seré, que más puede el corazón y la justicia que todos los hombres armados”.

Llegaron a la posada de Viseu sigilosamente. Unos cortarían todas las salidas, los otros entrarían. Dentro, los Manzano disfrutaban, junto con alguna gente de armas, su última noche de mujeres y vinos añejos del alto Duero.

De un golpe derribaron la puerta. María fue la primera en entrar y arremetió, tras ella diez caballeros. Una saeta mató al menor de los hermanos, una espada atravesó al mayor, sus hombres se rindieron.

María mandó cortar las cabezas de los Manzano; las recibió aún sangrantes. Había pasado apenas un mes del asesinato de sus hijos.

Dos días más tarde entraba a Salamanca llevando en su mano izquierda las cabezas de los Manzano, entró a la iglesia de Santo Tomé, puso las cabezas sobre la tumba de sus hijos y así habló: “Hijos míos he aquí a vuestros asesinos, descasad ahora en paz.” Dicho esto volvió para su casa.

Los de San Benito respondieron y habría todavía diez años de “guerra de los bandos”, pese a los esfuer-zos mediadores de San Juan de Sahagún, quien lograría su objetivo el último día de septiembre de 1476. Poco tiempo después murió Dª María Rodríguez de Monroy, conocida como María La Brava.

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Luciano Álvarez

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