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Marcela y Dogomar

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Asesinato de dos abogados paraguayos, uno de ellos atrapado hace una década en Brasil con 250 kilos de marihuana. Su camioneta sin rumbo hizo de una joven estudiante, una mártir.

La abrupta pérdida a los 16 años de Marcela Artagaveytia Ascheri -arrancada a la vida mientras caminaba riéndose por la senda peatonal de Giannattasio- exige mucho más que una anotación estadística en la ristra de accidentes y asesinatos que nos ensangrientan a diario. Nos convoca, como ciudadanos, a recuperar la capacidad de conmovernos con sus deudos por encima de partidarismos. Nos impone despedir a esta mártir con la luz de su mensaje, en vez de soterrar su recuerdo entre las resignaciones mudas que vienen achicándonos el alma.

Con su absoluta inocencia, esta víctima -alcanzada por las consecuencias de una balacera inmunda- nos impone la más profunda meditación y la más levantada respuesta. Es hora de mirar de frente a dónde hemos ido a parar. De decirnos en serio si aceptamos un país donde

Asesinato de dos abogados paraguayos, uno de ellos atrapado hace una década en Brasil con 250 kilos de marihuana. Su camioneta sin rumbo hizo de una joven estudiante, una mártir.

La abrupta pérdida a los 16 años de Marcela Artagaveytia Ascheri -arrancada a la vida mientras caminaba riéndose por la senda peatonal de Giannattasio- exige mucho más que una anotación estadística en la ristra de accidentes y asesinatos que nos ensangrientan a diario. Nos convoca, como ciudadanos, a recuperar la capacidad de conmovernos con sus deudos por encima de partidarismos. Nos impone despedir a esta mártir con la luz de su mensaje, en vez de soterrar su recuerdo entre las resignaciones mudas que vienen achicándonos el alma.

Con su absoluta inocencia, esta víctima -alcanzada por las consecuencias de una balacera inmunda- nos impone la más profunda meditación y la más levantada respuesta. Es hora de mirar de frente a dónde hemos ido a parar. De decirnos en serio si aceptamos un país donde ninguna reja, ninguna custodia y ninguna filmadora callejera basta para darles seguridad a los viandantes. De enterarnos de que a toda hora se atropellan los derechos de las personas, mientras el Estado y buena parte de la ciudadanía dejaron el cultivo público de sentimientos e ideas confraternales, hipnotizadas por explicaciones socio-económicas que todo lo justifican, en vez de alzar la rebeldía del Derecho frente al crimen. Es hora de darnos cuenta de que a este cuadro de atrocidades cometidas por sicarios le debemos respuesta aquí y ahora: no dentro de cuarenta años.

Tragedias de esta magnitud no pueden mirarse como fenómenos objetivos, imputables a procesos colectivos descarnados, olvidando que cada persona es, a la vez, única, irrepetible y universal. Como enseñaba el más grande de los Aréchaga, no debemos observar la condición humana con la indiferencia valorativa del científico que detecta en el microscopio la reproducción de un cangrejo. La luz de esa enseñanza no se extingue. Renace en estremecimientos que pujan por salir de la intimidad y volver a instalarse en la plaza pública. Resplandece donde la persona entera -cuerpo, intenciones y espíritu- se encuentra con la grandeza y los límites del Derecho. Cuando tal acontece, brotan actitudes honrosas como esta de la jueza Marcela Vargas: cumplió lo urgente de la indagación y pide abstenerse porque la desbordan sus sentimientos hacia la víctima y la madre, su actuaria. Unamuno, Péguy y Couture preguntarían a coro si puede haber una razón mayor para la abstención que el sentimiento lúcido de un dolor así de lacerante. Dentro de la jueza, palpita la persona que no quiere desdoblarse. ¿No es eso infundirle virtud al sufrimiento, como reza el Va pensiero del inmortal Verdi? Semejante paradigma de sensibilidad se nos recorta en estas horas sobre la despedida a Dogomar Martínez, el boxeador sano, de puños honorables, que se plantó ante Archie Moore, perforó el muro que el primer Perón alzó contra el Uruguay y enseñó señorío en la DGI y en nuestras calles. Simbolizó años en que éramos campeones del mundo y nos enorgullecían los valores que unánimemente abrazábamos.

La dulce nostalgia ante su partida se mezcla con la amarga indignación por la ignominia -afrenta pública- ocurrida en Solymar. Y ahí, entre la vida hecha de Dogomar y la vida trunca de Marcela, se extiende la tragedia del uruguayo de hoy. La llevamos en nosotros. Ante ella, sepamos cumplir.

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Leonardo Guzmán

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