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Libros y libertad

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El escándalo del libro de texto que compara al comunismo con la aldea de los Pitufos generó la muy legítima pregunta sobre cómo evitar tales excesos. Y una propuesta que no demoró en aparecer fue la de otorgar a las autoridades educativas la potestad de determinar qué libros de texto pueden utilizarse en todo el sistema educativo.

El escándalo del libro de texto que compara al comunismo con la aldea de los Pitufos generó la muy legítima pregunta sobre cómo evitar tales excesos. Y una propuesta que no demoró en aparecer fue la de otorgar a las autoridades educativas la potestad de determinar qué libros de texto pueden utilizarse en todo el sistema educativo.

El atractivo de esta idea es evidente. Todos estaríamos más tranquilos si existiera una autoridad que examinara los textos disponibles y, tras evaluarlos con ecuanimidad y lucidez, dejara fuera de circulación aquellos que fueran muy malos o estuvieran al servicio del adoctrinamiento (como es el caso del texto pitufo). Pero el mundo no funciona necesariamente así, y eso la vuelve muy peligrosa.

Una autoridad que tuviera la potestad de seleccionar libros para todo el sistema tendría un enorme poder. Sus decisiones no solo determinarían qué libros pueden usarse en la enseñanza pública sino también en la privada. ¿Cuáles serían las consecuencias si ese poder cayera en las manos equivocadas? ¿Qué pasaría, por ejemplo, si fuera ejercido por personas con una mentalidad similar a la de la autora del texto pitufo?

Si ocurriera algo así, habríamos creado las condiciones para que se montara un inmenso operativo de adoctrinamiento. Un operativo del que sería casi imposible escapar, porque ni siquiera cabría la posibilidad de buscar refugio en la educación privada, como muchos hicieron durante la última dictadura. Tratando de escapar a los intentos de adoctrinamiento que hoy existen (y que van bastante más allá del famoso texto pitufo) habríamos terminado por crear las condiciones para un lavado de cerebros general.

Al menos desde Montesquieu y Madison sabemos que, a la hora de diseñar instituciones, no debemos suponer que siempre estarán en las mejores manos sino más bien lo contrario: debemos asumir como probable que, al menos durante algunos períodos, quedarán bajo el control de personas capaces de actuar de manera irracional o malintencionada. Ese es el fundamento de la división de poderes, de los controles, de los equilibrios. Y es también una razón para preferir que haya espacios de diversidad.

Lo anterior no significa que las autoridades públicas no deban ejercer ningún control sobre los textos que se utilicen. Pero esos controles no deben ir más allá de asegurar una mínima congruencia con los objetivos de la educación obligatoria, así como el respeto de la ley y los derechos fundamentales. Dentro de esos amplios límites, corresponde a la sociedad darse instrumentos para evaluar los textos que se utilizan, transmitir eventuales alertas y construir criterios de valoración compartidos que hagan posible un debate público. Así como se construye socialmente el prestigio o desprestigio de los centros educativos, puede construirse el prestigio o desprestigio de textos, autores y editoriales.

El texto pitufo está hoy condenado a quedar fuera de nuestra vida educativa, o al menos a vegetar en sus márgenes. Pero eso no se debe a que una autoridad lo haya prohibido, sino a que la sociedad se encargó de desacreditarlo. Ese es el mejor mecanismo que puede darse una sociedad plural y democrática. Pero es también un desafío para nosotros, los uruguayos, porque nuestra historia educativa no nos exigió mayormente desarrollar esas capacidades. El “pitufogate” sugiere que va siendo hora de hacerlo.

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Pablo Da Silveira

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