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Libros y clase política

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Hace ya algunos años, durante una velada en la casa del embajador de México, mantuve un diálogo con el escritor mexicano Carlos Fuentes en el cual me detalló una cena que compartió con el presidente Bill Clinton y los escritores Gabriel García Márquez y William Styron en la casa de este último, en Martha’s Vineyard.

Hace ya algunos años, durante una velada en la casa del embajador de México, mantuve un diálogo con el escritor mexicano Carlos Fuentes en el cual me detalló una cena que compartió con el presidente Bill Clinton y los escritores Gabriel García Márquez y William Styron en la casa de este último, en Martha’s Vineyard.

Fuentes contó que solo ellos cuatro estaban en la mesa y cuando García Márquez empezó a hablar de política -Clinton podía hacerlo en español- el presidente lo interrumpió en el acto y le dijo, muy amablemente, que de política él hablaba todos los días a toda hora y que esa noche le gustaría que hablasen de algo más interesante: de literatura. Quizá el pedido fue embellecido por Fuentes al evocarlo, pero la anécdota sirve para reflexionar sobre el vínculo que existe entre los libros y la clase política. Y no se trata solo de literatura y obras de ficción.

La cuestión es: en su lista de insumos diarios para su tarea qué lugar ocupa para un político ese objeto maravilloso llamado libro. Cuánto leen de ensayos, biografías, crónicas históricas, obras de divulgación: el género que sea. Salvo excepciones, que todos las conocemos, tengo la sensación de que nuestros políticos -gobierno y oposición- tienen con el libro una relación distante y esporádica o que por lo menos no figura en su discurso público.

No se ven políticos que lleven libros en la mano al momento de ser entrevistados por los medios. Por lo general solo portan laptops, cartapacios y materas. Es raro que un político cite un libro o un autor para fundamentar tal o cual posición. Mucho menos que recomiende leer nada o se base en una obra literaria o ensayística para construir un razonamiento sobre el tema que sea. Cuando argumentan por lo general se basan en la experiencia personal, su pertenencia política o el mandato partidario que los respalda. Y eso no estaría mal si de vez en cuando apelasen a la cultura libresca que sin duda muchos poseen pero se cuidan de ostentar.

Desde el regreso de la democracia me he encontrado con muy pocos políticos en una librería. No obstante, la clase política es proclive a comparecer en el Teatro de Verano, el Estadio Centenario -sobre todo cuando juega Uruguay y el fútbol pone en juego a la patria- el Hipódromo de Maroñas y otros sitios que permiten un “baño de pueblo”. Sin embargo, a la inauguración de las ferias del libro -la montevideana y las del interior- a muy pocos los he visto asistir, a no ser para el acto inaugural y ante las cámaras. A los stands donde están las pilas con libros casi no llegan.

En la cantidad estrafalaria de horas que los medios televisivos, radiales, escritos y por supuesto todos los soportes de internet, dedican a indagar a los políticos sobre lo que piensan, hacen, proyectan o pretenden conseguir, la única pregunta que no les formulan es: ¿qué libro está leyendo? Hay un periodismo cómplice con esa carencia. Dime lo que lees y te diré cómo piensas es el único test al que no se somete político alguno, porque nadie les hace esa pregunta, para mí decisiva.

A comienzos de este año, un periodista de El Observador consultó a algunos políticos sobre sus lecturas de verano. Una nota especial para una época de descanso que pareció limitar el tiempo de lectura de libros del político a las vacaciones. Macanas. O se lee todo el año o no se lee nada.

En un artículo aparecido en El País de Madrid, se consultó a varios políticos sobre quienes leían más: si los de derecha o los de izquierda. La concejal de Cultura de Valencia, Mayrel Baneyto, del Partido Popular, respondió que la oposición (la izquierda) lo hacía más porque tenía más tiempo. El diputado socialista y antiguo concejal de la oposición Juan Soto corroboró esto diciendo que es casi incompatible ser intelectual y de derechas: la izquierda lee más. Más allá de esas reflexiones maniqueas y absurdas sobre la lectura de los políticos, hay que recordarles aquello que decía Cervantes: el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho.

Ante esto es bueno referir que el joven presidente de Francia, Emmanuelle Macron, es Licenciado en Filosofía por la Universidad de Nanterre -donde se originó el Mayo del 68- y trabajó como asistente del pensador Paul Ricoeur. Su maestro intelectual, Olivier Mongin, que hasta 2012 dirigió la revista Esprit, referente de la segunda izquierda de Michel Rocard, afirma que Macron ha convertido su gusto por la literatura en un arma política. Durante la campaña que lo condujo al Elíseo, reivindicó a grandes autores en sus mítines, a través de fragmentos seleccionados por él mismo. ¿Un presidente gobierna de una manera distinta cuando es un lector voraz?, plantea una nota apareci-da en La Nación. Respondiendo a esto, el propio Mongin afirma que ser lector significa proyectarse en lo imaginario. Es contemplar la historia a largo término y observar el pasa- do para imaginar el futuro de una manera distinta. Por eso Donald Trump es un peligro: se jacta de no leer nada, apenas libros de autoayuda.

¿Leen nuestros políticos lo suficiente? ¿Qué libros lee el político principal, el presidente? Me gustaría que durante esos consejos de ministros itinerantes, que tanto difunde el gobierno, alguno de los cronistas que lo asedian se lo pregunte.

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