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Liberalismo y libertad

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Dos acontecimientos de los últimos tiempos se me han a asociado en la mente; uno es la asombrosa polvareda que levantó el pizarrón en la puerta del boliche de Pocitos con la leyenda “no dogs or mexicans allowed”.

Dos acontecimientos de los últimos tiempos se me han a asociado en la mente; uno es la asombrosa polvareda que levantó el pizarrón en la puerta del boliche de Pocitos con la leyenda “no dogs or mexicans allowed”.

El otro es la discusión en la Junta Departamental y en las redes sociales sobre la iniciativa de colocar una imagen de la Virgen María en la rambla. Ambos acontecimientos tienen algo en común, no obstante tratarse de asuntos tan diferentes. Muestran coincidencia en cuanto a lo que podría llamarse indignaciones mal asignadas, intransigencia ignorante y afán ciego de ubicarse en lo políticamente correcto.

Sobre el cartel del boliche no voy a abundar: suscribo los sensatos conceptos que Sotelo, Ahunchaín y Gatto estamparon en estas mismas páginas y Sarthou en Voces.

La discusión en la Junta sobre la imagen de la Virgen tiene más espesor y cuenta con antecedentes en nuestra historia nacional. Se trata de la vieja polémica sobre laicismo/laicidad. El nivel del debate en la Junta no ha sido como aquel que hace un siglo entablaron en el Parlamento José Enrique Rodó y Pedro Díaz a propósito de la remoción de los crucifijos en las salas de los hospitales públicos.

Los que se oponen a permitir la imagen de la Virgen María en la rambla basan su argumentación en evitar la privatización de los espacios públicos de la ciudad. La imagen constituiría una apropiación de ese espacio público que tiene que ser de todos los montevideanos, tengan la fe que tengan o no tengan ninguna, por parte de una confesión religiosa particular. Más allá de que privatización es un término tabú (cuasi religioso) para muchos uruguayos laicos, quienes bregan por evitar la privatización de los espacios públicos hablan como si vivieran en otro país (o en la Luna). Los espacios públicos de Montevideo (parques, plazas, jardines, etc.) ya están todos privatizados por gente que allí pernocta, come, defeca, procrea, muere de frío en los inviernos y de cirrosis todos los meses del año, sin que el gobierno ni nadie les procure cobijo.

Pero el asunto de fondo es otro, es la distinción conceptual entre dos ámbitos nominalmente afines pero sustancialmente alternativos: laicidad (o secularidad) y laicismo (o secularismo). La laicidad es una categoría de raíz cristiana que libera a la religión (y a la Iglesia) de toda concepción integral y teocrática (a diferencia del islam). Se basa en la doctrina declarada por Cristo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. La laicidad hace a la Iglesia libre y separada del Estado, y al Estado separado y sin tutela de la Iglesia, cosa que es muy buena para ambos. Eso quiere decir que el Estado no protege ni favorece ninguna religión, pero permite que los ciudadanos practiquen y expresen públicamente la religión que quieran y que en la ciudad, que es por definición el espacio público y de todos, se puedan manifestar en procesiones, templos, imágenes y actos de culto las creencias de todos los ciudadanos, sin favorecer a ninguna y sin prohibir ninguna.

El laicismo o secularismo, en cambio, es una concepción tutelar, vigilante (ideológicamente) y prohibicionista, que veda toda expresión religiosa pública, imponiendo, con la fuerza del Estado, una concepción particular, la cual cree (otra fe, paradójicamente) que lo religioso es socialmente nocivo y que es función del Estado defender a la población de ese mal peligroso.

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Juan Martín Posadas

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