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Laicidad y balde

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Con calles rotas, basura esparcida, tarifas, IRPF y multas de atropello, el precio capitalino de estacionar se fijará por una escala no progresiva ni progresista: prohibitiva. Nace condenado a ventilarse en la Justicia y en las esquinas, que también ellas deben volver a nutrir al Derecho Público.

Con calles rotas, basura esparcida, tarifas, IRPF y multas de atropello, el precio capitalino de estacionar se fijará por una escala no progresiva ni progresista: prohibitiva. Nace condenado a ventilarse en la Justicia y en las esquinas, que también ellas deben volver a nutrir al Derecho Público.

Nos quedaríamos en ese asunto si no hubiera saltado otro, más conmovedor que el bolsillo. El cardenal Daniel Sturla dijo que hace un siglo hubo un plan “para descristianizar al Uruguay” y pidió al catolicismo no quedarse “con ese balde laicista que desde hace 100 años le han puesto” y por el cual “lo religioso tiene que quedar en el ámbito de la conciencia individual”. No es tema para callarse.

Lo que ocurrió es exactamente al revés: la laicidad, concretada hace un siglo en la separación de la Iglesia y el Estado, le sacó a este la potestad de imponerle a los ciudadanos una religión con fe, moral y brazo armado -una horma.

En el Uruguay conjugamos el liberalismo de espíritu y los grados de socialización que aclaraba Vaz Ferreira, en términos que lúcidamente reivindica hoy el Prof. Pablo Romero. Ese liberalismo apañó protagonistas que polemizaron duro con el catolicismo, pero que, lejos de imponer un plan de silencio, valoró la religiosidad y abrió las puertas a múltiples expresiones cristianas: luteranas, anglicanas, metodistas, del Ejército de Salvación y de los Testigos de Jehová; y fuera del cristianismo dio cabida al judaísmo, la teosofía y el budismo.

Ese liberalismo se abrió a la enseñanza católica que hoy inspira a dos universidades, a la inserción del Opus Dei en barrios periféricos, al quehacer de ministros que se desempeñaron sin que nadie los interpelase por su fe, al homenaje que en el Palacio Legislativo rindió nuestro Estado laico a los 25 años del papado de Juan Pablo II, y hasta a los árboles de Navidad en las oficinas públicas. ¿Acaso no prueba todo eso que el catolicismo no quedó encerrado entrecasa y, en cambio, vibró y sembró en el ágora?

Tanto garantizamos la libertad religiosa “en toda su extensión imaginable” que a la Iglesia Católica el Uruguay le ahorra interferencias como los desaires oficiales que Jorge Bergoglio, el único latinoamericano que iba a ser llamado al sillón de Papa, debió soportarle a una presidenta que iba a ser llamada… a la Justicia penal.

Este modo nacional de vivir merece alzarse como bandera universal frente a los fanatismos que en Asia y África arman guerras de religión que tronchan vidas de católicos y no católicos.

Se queja el cardenal Sturla de que sus fieles están “adormilados”. Pues bien. No le ocurre solo al catolicismo ni pasa solo acá. Una cruza de materialismo ramplón y relativismo haragán oculta que el verdadero combate actual es el que por un lado tiene a quienes por religión o por filosofía defendemos verdades mínimas y sostenemos que hay valores incondicionados, y que nos enfrenta a pléyades de extraviados que niegan la libertad y la razón, se hunden en el relativismo, se rinden al determinismo y admiran brutalidades.

En un país fracturado por hechos de hace 40 años, no debemos provocar más debates retro para negar el valor de instituciones que noblemente otros protagonistas supieron edificar antes de 15 años de terminada la Guerra de 1904. De lo contrario seguiremos hundidos en polémicas “de balde”, que, al decir del Diccionario, son “en vano, sin motivo, sin causa”.

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Leonardo Guzmán

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