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Izquierdas y derechas adelante

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La izquierda siempre ha sostenido que su signo distintivo ha sido su preocupación por los más humildes y relegados de la sociedad, pero lo cierto es que tal inquietud, aún si fuera sincera, es repetida por casi todas las ideologías.

La izquierda siempre ha sostenido que su signo distintivo ha sido su preocupación por los más humildes y relegados de la sociedad, pero lo cierto es que tal inquietud, aún si fuera sincera, es repetida por casi todas las ideologías.

Tanto por el fascismo que siempre señaló su identificación con el pueblo y los honestos trabajadores, como ahora por Donald Trump, Jean Marie Le Pen o, en su momento, las diferentes dictaduras del siglo XX. De modo que esta caracterización no resulta suficiente: lo que define una orientación política es la clase de sociedad que promete plasmar, así como la forma o los medios para concretarla. De Carlos Marx en adelante, la izquierda propuso como modelo al socialismo y, mayoritariamente, a la revolución proletaria para alcanzarla.

Hoy sabemos que este programa ha fracasado irremisiblemente. El socialismo no solamente mostró su total inviabilidad en su versión soviética, china, cubana o camboyana (variaciones del marxismo-leninismo), sino que también fracasó en su formato socialdemócrata que en el largo siglo XX no logró concretar un solo ejemplo de sociedad no capitalista.

Esto ocurrió pese a su renuncia a la revolución y a sus notorios éxitos como promotora de cambios y mejoras en la economía capitalista. Un mérito remarcable de su práctica, al punto que caracterizó una época fue el denominado “consenso social demócrata” que ocupó los “treinta gloriosos años” posteriores a la II Guerra Mundial. Por más que en ningún caso trascendió al capitalismo. Más bien lo contrario: fue lo que, al otorgarle un rostro humano, permitió que la economía de mercado subsistiera.

Por su lado, la derecha más ultra también fracasó, tanto en su formato fascista como en su versión “liberista” -incorrectamente denominada neoliberal-, la que considera al mercado como única vía para el crecimiento. Lo demuestran sus frustradas experiencias en la década de los noventa y la necesidad, a la que nunca pudo renunciar, de apelar, pese a su prédica a medidas estatales de tipo keynesianos. Sólo que esto no lo entienden los nostálgicos de ambos lados. Tan grande ha sido su mutuo colapso político y su incapacidad para superarlo, que los dos pergeñaron para eso una misma fórmula política: el populismo. El gran emergente del siglo XXI, tanto en la derecha como en la izquierda.

Para sus seguidores la democracia se limita a un gobierno electo por mayorías que para cumplir sus promesas goza de la potestad de limitar o suprimir los derechos políticos de los opositores, asumidos como enemigos por contradecir sus designios. Conducida por líderes providentes, tampoco admiten la existencia de mecanismos constitucionales que traben su desempeño. Ello equivaldría a empañar su triunfo, consolidando el dominio del mal. Tal la esencia de las fórmula populistas, en versiones diversas pero en todos los casos demagógicas.

El modelo -democracia mayoritaria sin Estado de Derecho- ya estaba patentado en las primeras décadas del siglo veinte, los latinoamericanos lo habían inaugurado. Ahora, fracasado el socialismo y derrotada la pura mercadocracia, se vuelve a priorizar el nacionalismo, resurge el proteccionismo y, a falta de otras alternativas, retorna la monarquía electiva. Izquierdas y derechas se unen en su promoción, ambas atrasando al unísono, el reloj de la historia.

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Hebert Gatto

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