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El impulso y su freno

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Un equipo de expertos de todos los partidos presentó un documento al MEC, conducente a sancionar una nueva Ley Nacional de Cultura.

Un equipo de expertos de todos los partidos presentó un documento al MEC, conducente a sancionar una nueva Ley Nacional de Cultura.

Se trata de una excelente noticia. Si bien desconocemos el contenido de la propuesta, el prestigio de muchos de sus firmantes (Tomás Lowi, José Rilla y Gerardo Grieco, entre otros) permite esperar aportes de calidad en una materia injustamente postergada.

El portal Ecos informó el viernes que una de las sugerencias apunta a convertir a la actual Dirección de Cultura en un ministerio independiente del de Educación, sin modificar su actual asignación presupuestal. Y ese sería mi punto de discrepancia.

Un prejuicio muy extendido en el país dicta que el organismo precede a la función. Siempre hemos tendido a aplicar un pensamiento orgánico según el cual deberían designarse cargos y crearse comisiones para que se hagan las cosas. Pero estas se pueden hacer perfectamente con voluntad política e inversión pública, sin necesidad de derivar los ya menguados rubros de la cultura, a superfluos gastos de funcionamiento o retribuciones de jerarcas y asesores.

Lo que hay que hacer en la materia está muy claro y no depende de más burocracia institucional. Porque para generar acuerdos con las editoriales, que habiliten tirajes masivos de libros nacionales, a ser distribuidos en forma gratuita en los centros educativos de las zonas desfavorecidas, no hace falta un ministerio. Simplemente hay que hacerlo. Para quintuplicar los magros subsidios al cine uruguayo, que tantas muestras de calidad sigue dando a pesar de su carencia de recursos, tampoco hace falta un ministerio. Si el Estado hubiera invertido en producción audiovisual apenas el uno por ciento de lo que destinó a salvar a Ancap, hoy Uruguay produciría decenas de películas y series de televisión, que darían trabajo a miles de artistas y profesionales y proyectarían la cultura nacional a escala global.

Para que vastos sectores de público que solo acceden hoy a la cumbia cheta, puedan conocer y aprender a disfrutar la música académica, la ópera y el ballet, tampoco hace falta un ministerio. Lo mismo para mostrarles las obras de Barradas, Cúneo y Espínola Gómez. O para que aprendan que el arte escénico no se agota en las parodias de carnaval y que existen dramaturgos como Florencio, Langsner y Maggi.

Los grandes activos de nuestra tradición cultural siguen siendo el solaz privado de una elite, mientras más compatriotas ahogan su sensibilidad en la terrajada porteña y su basura adyacente.

Diseñar política cultural a nivel público significa seleccionar y tomar decisiones que fortalezcan el rigor y la calidad.

Con honrosas excepciones como la Comedia Nacional, la radio y el ballet del Sodre, la política cultural actual se debate entre un dirigismo populista y la aceptación pasiva de expresiones espurias, porque “el mercado” (según los liberales) o “el pueblo” (para los marxistas) las reclama. En uno y otro extremo se glorifica ese irritante relativismo posmoderno, que conduce a que tarde o temprano bajemos del escenario a Estela Medina y la cambiemos por Carmen Barbieri.

La solución es una sola: jugársela en serio por una política cultural selectiva, dirigida a la más amplia cobertura ciudadana.

Y para lograrlo, no hace falta malgastar recursos escasos en el sueldo de un nuevo ministro o el mobiliario de una coqueta oficina.

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Álvaro Ahunchain

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