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Ideología chatarra

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Comparto con los ministros Murro y Muñoz y con el diputado Amado, la extravagancia de haber defendido el decreto de esencialidad del presidente Vázquez. Como soy profesor de literatura egresado del IPA hace más de 30 años (aunque solo ejerzo a nivel universitario), esta posición me valió críticas, enojos y desprecio de algunos antiguos compañeros de generación, que supe tener entre mis mejores amigos.

Comparto con los ministros Murro y Muñoz y con el diputado Amado, la extravagancia de haber defendido el decreto de esencialidad del presidente Vázquez. Como soy profesor de literatura egresado del IPA hace más de 30 años (aunque solo ejerzo a nivel universitario), esta posición me valió críticas, enojos y desprecio de algunos antiguos compañeros de generación, que supe tener entre mis mejores amigos.

Contrariamente a lo que ellos creen, estoy muy de acuerdo con sus reclamos salariales. Es verdad que la profesión docente es una de las más importantes del país y debería ser mejor remunerada. Lo que discuto es la práctica rutinaria y mediocre de privar de clases a los chiquilines de menores recursos, como única forma de presionar a la administración para lograrlo.

Hace unos días, el integrante del Instituto de Evaluación Educativa, Robert Silva, reconocía que en lo que va de 2015, los liceales de los institutos públicos perdieron 22 jornadas de clase, contra solo 2 que no se cumplieron en la educación privada. Con esta comparación está todo dicho.

Hay irresponsabilidad e insensibilidad en los sindicatos, cuando niegan la evidencia de que están perjudicando a los más débiles. Hay autocomplacencia cuando manifiestan que haciendo paro “también están enseñando”. Algunos docentes (estoy seguro que son la minoría) han ingresado en una especie de exaltación martirológica: los he visto quejarse de que ocupan mucho tiempo en corregir y hasta que gastan su propio dinero en fotocopias y tizas de colores. Si todos trabajáramos en condiciones ideales, viviríamos en Disneylandia.

Pero por más que falten materiales y las aulas sean contenedores, hay algo irremplazable en el proceso pedagógico: el vínculo entre educador y educando, la transmisión de persona a persona de la pasión por el conocimiento.

No hubo nunca material didáctico ni infraestructura edilicia más relevante que la emoción que experimenté el día que Domingo Bordoli escribió en el pizarrón dos versos de Neruda -“hay un crimen como un látigo caído / y una botella echando espanto a borbotones”- y nos pidió que lo analizáramos. No sé si mi profesor de historia Eduardo Morera ganaría un gran sueldo o recibiría tizas de colores, pero la mañana en que lloró de emoción en clase, explicando las Instrucciones del año XIII, modeló mi interés por conocer el pasado y valorar mi nación.

Es verdad que hay zonas difíciles y problemas psicológicos y sociales que muchas veces superan y “estresan” a los docentes. Pero esas dificultades tendrían que servir para que redoblaran su vocación de servicio, en lugar de excusas para victimizarse.

Vean la parte medular del comunicado de ADES, en plena explosión del conflicto: “lo único que importa a quienes gobiernan es que alguien cuide a los niños y adolescentes mientras sus padres son explotados en el mercado de trabajo por míseros salarios”. Esta pueril retórica sesentista es una afrenta al nivel intelectual que posee la inmensa mayoría de los profesionales de la enseñanza del país.

Una amiga y colega quiso hacerme cambiar de posición, pidiéndome que imaginara cómo se sentirían tres queridísimos docentes de mi juventud, Bordoli, Héctor Galmés e Ivonne Uturbey, si vieran lo que pienso hoy.

No lo sé, pero estoy seguro que cualquiera de ellos hubiera optado por dar clase, iluminar conciencias, sembrar cultura y espíritu crítico, antes que condenarlas a la ignorancia con palabrerío de chatarra ideológica.

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Álvaro Ahunchain

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