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Las hijas de Isabel (II)

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La extraordinaria vida de Enrique VIII suele dejar en un cono de sombra a la primera de sus esposas, Catalina de Aragón. Asimismo, la trágica historia de Juana la Loca no se asocia con la de su hermana, Catalina. Y se suele olvidar que ambas eran hijas de los poderosos Reyes Católicos.

La extraordinaria vida de Enrique VIII suele dejar en un cono de sombra a la primera de sus esposas, Catalina de Aragón. Asimismo, la trágica historia de Juana la Loca no se asocia con la de su hermana, Catalina. Y se suele olvidar que ambas eran hijas de los poderosos Reyes Católicos.

Juana era seis mayor que Catalina, la menor de los cinco hermanos.

Ambas se parecían a su madre: rostro ovalado, nariz fina y delicada, piel clara y el cabello rubio. Ambas sedujeron con su belleza y no menos por su inteligencia a las Cortes de Bruselas y Londres. Los cronistas más respetados no ahorraron halagos. Juana conocía perfectamente el latín y poseía notables aptitudes para la música. Catalina fue más lejos: estudió derecho, dominaba el latín, el griego, el francés y el inglés. Era tan buena danzarina como dibujante y costurera. “Le encantaba la buena literatura y que había estudiado con provecho desde la niñez”, sostuvo Erasmo y Tomás Moro que poseía cualidades intelectuales con las que pocas reinas podían rivalizar. Donde ambas hermanas mostrarían acusadas diferencias fue en la piedad religiosa, el carácter y su fecundidad.

Podría decirse, apelando a un anacronismo, que Juana tuvo una adolescencia difícil. A sus diecisiete años ya daba muestras de escepticismo religioso, un verdadero dolor de cabeza para su devotísima madre.

Juana y Catalina no volverían a verse en diez años, cuando en agosto de 1496 la mayor partió desde Laredo, con una espléndida comitiva de veinte buques y 3.500 soldados, seguida de 60 navíos mercantes. Su destino era el matrimonio con Felipe el Hermoso, duque de Borgoña y de los Países Bajos. Él tenía dieciocho años, ella uno menos.

Apenas se vieron, la atracción física entre ambos fue tanta que hubo que precipitar el matrimonio para permitir su inmediata consumación. Se celebró en Lille, el 21 de agosto de 1496. El 15 de noviembre de 1498, nació Leonor, primera de una prole de seis. Y allí comenzaron los problemas. La corte borgoñona-flamenca era opulenta, desinhibida y muy afecta a la ripaille, las grandes fiestas y comilonas que ilustraron los Brueghel. Nada más opuesto a la austera Castilla. Pronto, Felipe volvió a correr tras las faldas de las alegres damas de la corte.

Toda mujer noble y en particular las princesas sabían que tales conductas eran habituales en los maridos, y con frecuencia en las esposas. Pero Juana, presa de unos celos obsesivos, exigió fidelidad a Felipe que unas veces le juraba, otras se reía y otras volvía a compartir la intensa pasión sexual con su esposa. En los siguientes siete años nacieron otros cinco hijos. Pero los escándalos por celos y las agresiones a los amantes del marido eran moneda corriente en Juana, que procuraba no dejarlo ni a sol ni a sombra.

Así, cursando el último mes de embarazo de quien sería Carlos V, participó de una fiesta en el palacio de Gante. Mientras danzaba, atenta a Felipe, entró en trabajo de parto y el futuro emperador nació en un pequeño retrete del palacio. Era el 24 de febrero de 1500. En Flandes, los rumores sembraban las razones del epíteto que habría de asociarse para siempre al nombre de Juana: “la loca”. Sin embargo, en esos mismo días el obispo de Córdoba, enviado por los Reyes Católicos como embajador a Flandes, informaba de que era “habida por muy cuerda y por muy asentada”. Ese mismo año, el embajador de España había llegado a decir que “en persona de tan poca edad no creo que se haya visto tanta cordura”.

Ambos tenían razón. Hoy la ciencia ha determinado que Juana sufría de un trastorno bipolar, caracterizado por la oscilación entre episodios depresivos y episodios maníacos, entre la alegría y la tristeza. La hipersexualidad -característica notoria en Juana- es propia de la fase maníaca. En otros momentos liberaba su extraordinaria inteligencia y sensatez.

Por esos mismos días, Catalina, prometida desde los tres años con el príncipe Arturo, primogénito y heredero de Enrique VII de Inglaterra, cruzaba el mar con un suntuoso cortejo y la mitad de las 200.000 coronas pactadas como dote. La boda se celebró el 14 de noviembre de 1501. Arturo tenía 15 años, su esposa, uno más. El encuentro entre la nueva pareja no pudo ser más diferente. Si bien ambos eran educados y cultos, aparentemente el príncipe estaba débil y esto se agravó cuando ambos contrajeron “el sudor inglés”, una rara enfermedad viral que atacaba principalmente a los hombres. El 2 de abril de 1502 Arturo murió, aparentemente sin haber consumado el matrimonio. Este “pequeño” asunto tendría una importancia fundamental en la historia de Inglaterra. Catalina lo afirmó con convicción y no tenía razones para mentir; la conducta y el estado físico del príncipe facilitaban esta tesis. Catalina quedaba sola y viuda en la gris Inglaterra, añorando la luminosa Alhambra, donde había crecido felizmente.

Su suegro, Enrique VII, no tenía intenciones de devolverla y perder la rica dote ni las posibilidades políticas de una alianza con España y aún la pretensión de colocar un nieto en el trono de las Españas. La vida era tan efímera en aquellos días que la desgracia de perder un heredero de 15 años podría compensarse con otros nacimientos y decesos.

En efecto, la sucesión castellana había sufrido dos bajas inesperadas: Juan e Isabel, hermanos de Juana y Catalina y primeros en la línea de sucesión, habían muerto en el breve lapso de once meses, entre 1497 y 1498. Respecto a Juana, los rumores también llegaban a Inglaterra.

Enrique llegó a proponerse a sí mismo -a sus 45 años- como nuevo marido de la púber Catalina, pero luego optó por comprometerla con su hijo y nuevo heredero, Enrique, de apenas 11 años.

Del otro lado de la Mancha, Felipe el Hermoso también jugaba sus cartas. A partir del nacimiento de Carlos había morigerado sus devaneos y sus destratos a la princesa, convertida, sorpresivamente en heredera de las coronas de Aragón y Castilla.

En enero de 1502 la pareja llegó a España para ser proclamados príncipes herederos. Estuvieron poco más de un año en tierras castellanas. Felipe decide volver a Bruselas, pero los Reyes Católicos, pretextando, insisten en mantener a Juana a su lado vigilando su evolución. Era necesario conocer el estado psíquico de la heredera de unos reinos que -una vez incorporada América- no cesaban de crecer. (Continuará)

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Luciano Álvarez

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