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Las hijas de Isabel (V y final)

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Catalina de Aragón, la menor de las hijas de los Reyes Católicos, llegó a Inglaterra en noviembre de 1501. Tenía 16 años y estaba comprometida desde los tres con Arturo, el joven príncipe de Gales, un año menor. Había hecho un largo camino desde la luminosa Alhambra, donde se criara, hasta las brumas de Londres, para cumplir con los deberes de una hija de reyes.

Catalina de Aragón, la menor de las hijas de los Reyes Católicos, llegó a Inglaterra en noviembre de 1501. Tenía 16 años y estaba comprometida desde los tres con Arturo, el joven príncipe de Gales, un año menor. Había hecho un largo camino desde la luminosa Alhambra, donde se criara, hasta las brumas de Londres, para cumplir con los deberes de una hija de reyes.

Catalina sedujo a los ingleses por su belleza, su formación e inteligencia. Muy blanca la piel, ojos azules y un largo cabello rubio rojizo. Sabía latín, griego clásico y francés; había estudiado derecho civil y canónico, heráldica, genealogía, música, baile y dibujo. No había en Europa una reina que pudiera rivalizar con ella.

Para Inglaterra esa alianza era un regalo del cielo. El rey Enrique VII había ganado el trono al vencer a Ricardo III y el país apenas comenzaba a levantarse. Arturo era un niño débil. Los enviados españoles lo definieron como atractivo, amable y gentil, lo que demostraba en las decorosas cartas en latín que intercambiaba con su novia.

El 14 de noviembre de 1501 fue la boda. Nunca se había visto ceremonia tan espléndida en la catedral de San Pablo de Londres. Al final de la jornada se imponía la consumación del matrimonio. Arturo y Catalina se dirigieron al cercano y recién construido castillo de Baynard. Veinticinco años más tarde, aquella noche habría de convertirse en uno de los mayores debates políticos de la historia inglesa.

El único testimonio de la consumación habría surgido del propio Arturo quien contó a sus amigos que esa noche “había estado en España”. Catalina moriría afirmando lo contrario.

Luego partieron hacia Gales y allí fueron afectados por el “sudor inglés”, una enfermedad que la ciencia no ha podido descifrar, con síntomas similares a los de una gripe intensa. Los enfermos -sobre todo los hombres- morían en pocas horas.

Catalina se recuperó, pero Arturo murió el 2 de abril de 1502, con 15 años y solo 20 semanas de matrimonio. El rey Enrique pretendía mantener la alianza con España, y retener la dote, los Reyes Católicos no se opusieron y la viuda no volvió a España. Se le buscaría nuevo esposo y se le otorgó el elegante palacio de Durham House, sobre el Támesis, pero poco dinero.

En junio de 1503 se acordó el nuevo matrimonio; Catalina se casaría con Enrique, de 12 años, sucesor del trono, cuando cumpliera la edad adecuada. Hubo que gestionar una dispensa papal, porque el derecho canónico impedía casarse con la viuda de un hermano. El punto se salvó cuando Catalina juró que el débil Arturo jamás pudo penetrarla.

La relación con su novio niño iba creciendo en estima hasta transformarse en amor cuando Enrique se convirtió en un apetecible joven de 18 años, al momento del casamiento.

Excelso deportista, poeta y músico, bailarían y jugador, piadoso e instruido, versado en teología y en letras, el veneciano Luigi Pasquiligo lo definió como “el más elegante potentado que yo haya visto, con una altura mayor que la común y piernas y pantorrillas extremadamente finas, de tez blanca y brillante, cabello castaño rojizo, peinado corto y una cara tan bella que le sentaría a una hermosa mujer”.

La pareja rivalizaba en cualidades y tenían entre sus consejeros y amigos a figuras de la talla de Erasmo y Tomás Moro, que no les escatimaban sinceros elogios.

En abril de 1509 murió Enrique VII y la nueva pareja real, recién casada, fue coronada. Por aquellos mismos días, la hermana de la reina, Juana la loca, era encerrada por su padre en Tordesillas para no salir más.

En 1513, en guerra contra los franceses, Enrique VIII cruzó el estrecho de Calais y dejó a Catalina como regente. Digna hija de los Reyes Católicos, cuando los escoceses invadieron por el norte, la reina, embarazada y equipada con armadura, se puso al frente de sus tropas en Flodden Field (9 de septiembre). La victoria inglesa fue total. En el campo quedaron los cadáveres del rey Jacobo IV y unos 10.000 soldados escoceses. Pero la victoria no colmó la felicidad: en octubre, la reina parió un hijo mortinato. Lo peor del caso es que era la tercera vez que sucedía y sucedería dos veces más aún. De seis partos solo sobrevivió María, nacida en 1516.

Como en buena parte de la historia humana, se consideraba que embarazos y partos eran cualidades o defectos de la mujer. Una investigación reciente (2015) logró una explicación. El grupo sanguíneo de Enrique VIII era Kell positivo, un tipo poco común. Un feto que tuviera la mala suerte de heredarlo, sería atacado por los anticuerpos de la madre, y no sobreviviría. Por eso, a pesar de sus seis esposas y un incontable número de amantes solo cuatro de sus hijos sobrevivieron hasta la edad adulta.

En 1525 la reina tenía ya 40 años y la pareja apenas una hija, ningún varón. Entonces apareció Ana Bolena, nueve años más joven que el rey.

Lo que sigue es conocido: Catalina se convirtió en involuntaria protagonista del mayor cisma católico. En 1533 fue aislada en el castillo de Kimbolton, a 100 km de Londres. Dos años más tarde, la muerte le ahorró el calvario.

Mientras Enrique VIII se convertía en un tirano y asesino serial, el aprecio del pueblo por su desgraciada reina nunca se apagó. En 1613, pasados 80 años del divorcio y 10 de la muerte de Isabel I, la afortunada hija de Ana Bolena, Shakespeare lo expuso en Enrique VIII, una obra casi desconocida, cuyo resorte dramático está en la dicotomía, dignidad (Catalina) y ambición (Ana Bolena). Los caballeros la llaman “la Reina de todas las reinas y modelo de majestad femenina”.

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Luciano Álvarez

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