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Galeano y el mañana

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Despedimos con respeto y melancolía al ciudadano que pensó diferente y sostuvo tesis adversas a las nuestras. Respeto por la verticalidad personal de sus definiciones, en un país donde tantos silban bajito y miran a otro lado. Melancolía por esa conciencia de finitud que nos renueva cada muerte. Eso sentimos ante la partida de Eduardo Galeano.

Despedimos con respeto y melancolía al ciudadano que pensó diferente y sostuvo tesis adversas a las nuestras. Respeto por la verticalidad personal de sus definiciones, en un país donde tantos silban bajito y miran a otro lado. Melancolía por esa conciencia de finitud que nos renueva cada muerte. Eso sentimos ante la partida de Eduardo Galeano.

Se constituyó en símbolo de un modo de andar por las calles y entrar a los cafés del Montevideo de los 60-70, cuando la patente de “intelectual” empezó a acuñarse solo en los mostradores de la izquierda dura, que se hacía llamar socialismo científico, abrazaba el materialismo histórico, proclamaba la guerra de clases y se embalaba con la dictadura cubana, sepultando la enseñanza de los Arena, Frugoni, Alfredo Palacios, Jean Jaurès, tildados todos de menos realistas que los guerrilleros…

En el alegato que lo lanzó a la fama, Galeano se empeñó en probar que la causa de nuestras desgracias radicaba en el imperialismo yanqui, que abría las venas de América Latina, convirtiéndola en “un apéndice natural de los Estados Unidos”. Esa tesis -que no fue solo de él- contribuyó a que muchos depositaran todo su futuro en la esperanza de una revolución utópica y se embarcaran en aventuras de sangre y división.

Pero así como la vida y la persona son mucho más que la ideología, Galeano, emblema del socialismo latino, cerró su vida no solo aplacando su contundencia sino afirmando rotundamente su estro. Si paradojal fue su seudónimo de juventud, también lo fue el sello aristocrático de su presencia izquierdista, el individualismo de editar sus propios libros y el tinte personalísimo de su prosa. Se convirtió en la demostración viviente de que por encima del empecinamiento defensor de causas, vale la sensibilidad y la creatividad del pensar, cuando sobrepasa los tics y automatismos de los genes, las pertenencias y las ideologías. Galeano encarnó la prueba de que la persona se genera a sí misma y que lo que más importa es la calidad de sus sentimientos y la capacidad de reflexionar por encima de los tabiques clasificatorios y los biombos mentales con que tantas veces nos separamos infecundamente.

Todo esto es elemental, pero hay que decirlo. Lo exige el retroceso cultural que acompañó la bonanza económica de la última década, manejada por aparatos y plenarios, sin la vibración creadora de los gobernantes de alma liberal y con la ciudadanía dormitando ante el televisor.

Perdido el hábito de la discusión cívica, ahuecados todos los partidos, es hora de decirnos de frente las verdades que atraviesan por encima de lemas y encuestas.

Y es tiempo de gritar que a todos se nos estruja el corazón al ver que entra el vigésimo quinto otoño montevideano con un gobierno de izquierda y hay cada vez más drogados durmiendo en los vanos de garajes y vidrieras. Sí: por los prohombres que otrora supimos engendrar, es hora de abandonar los cucos que nos impiden juntarnos para reconocer cuánta razón tiene Álvaro Garcé cuando clama que “General Flores y Garzón son confesiones de incapacidad” y cuánta razón le asiste a Walter Zimmer al afirmar que el Frente no tiene el monopolio de la izquierda.

Las luces esparcidas de los auténticos deberán converger en grandes coincidencias, para que vivamos desde el proyecto valiente de pensar.

Si no, continuaremos a los tumbos, aguardando de terceros lo que solo debemos esperar de nosotros mismos.

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Leonardo Guzmán

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