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Fútbol; corrupción y valores

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Hace pocos días estuve en Asunción en la misma fecha que se elegían las nuevas autoridades de la Conmebol. Casi como reacción, vino a mi mente la imagen de mi querido amigo el Ing. Héctor “Mongo” del Campo; un dirigente que todos recuerdan por su pasión por el deporte y, fundamentalmente, por su integridad moral.

Hace pocos días estuve en Asunción en la misma fecha que se elegían las nuevas autoridades de la Conmebol. Casi como reacción, vino a mi mente la imagen de mi querido amigo el Ing. Héctor “Mongo” del Campo; un dirigente que todos recuerdan por su pasión por el deporte y, fundamentalmente, por su integridad moral.

Y si bien era otra época, nadie podía imaginarse que la mayoría de los dirigentes pudieran llegar a sufrir los tremendos embates judiciales que en Estados Unidos, Suiza y Uruguay se plantearon contra decenas de dirigentes de la FIFA y de la Conmebol por conductas de corrupción de todo tipo.

En aquellos tiempos, el deporte olímpico y el fútbol en especial, podían más que las ideologías o la “guerra fría” porque los términos “derecha e izquierda” solo se referían al desempeño de los tradicionales “punteros”, a tal punto que los más virtuosos eran aquellos que “pateaban con las dos piernas” como vulgarmente se dice (salvo excepcionales “zurdos cerrados” como ahora).

Por otra parte, los clubes se financiaban con lo recaudado por las entradas, el aporte de sus socios y las contribuciones aisladas de personas con más espíritu amateur que profesional.

Sin embargo, la globalización hizo su obra, y el capital que no puede desconocerse, ingresó a todos los niveles del fútbol; de tal modo, que los derechos de televisión, la venta y compra de jugadores y la publicidad de poderosos “sponsors” comerciales dirigen el destino de este deporte (sin perjuicio de que también lo hacen en otros).

Actualmente, todo empieza desde el “baby fútbol” donde los buscadores de futuras estrellas negocian con las familias de los menores, se reservan derechos sobre su futuro y les abren enormes posibilidades económicas apostando al “valor” de sus piernas y a las habilidades que los destacan por encima del común. Lo demás, conocido globalmente, es su lógica consecuencia.

Por esas y otras razones, el fútbol se transformó en un negocio sin fronteras regido por sus propias normas por encima de legislaciones nacionales, mientras que en el mundo del comercio, muchos clubes son sociedades anónimas pertenecientes a personas o grupos capitalistas que extienden sus intereses hasta lo más recóndito de la práctica del fútbol en cada país.

En ese proceso, la competencia internacional, regional y nacional se concentró en dirigentes que organizaron el gobierno del fútbol con sus propias reglas, sus alianzas de poder y su vocación de permanencia en tan lucrativo negocio.

Lamentablemente, la corrupción pronto se extendió como mancha de humedad en todas las federaciones, empezando por la FIFA. Y más allá de puntuales divergencias, la inercia desmoronó los parámetros éticos de la mayoría de los dirigentes y los llevó a vivir en una “isla” debidamente guarecida ante los embates de gobiernos, ideologías y hasta de la propia Justicia.

A pesar de ello, y afortunadamente, en pocos meses al impulso de una fiscal norteamericana, los detenidos, procesados y acusados de todo tipo de negociados fueron arrastrados por un vendaval judicial que involucró hasta los otrora impolutos “íconos” históricos.

Todo fue percibido como la oportunidad de impulsar un recambio radical que permitiera desprenderse de tanta herencia asqueante y de renovar dirigentes y legislaciones alumbradores de conductas y tiempos diferentes.

Sin embargo, el potencial sustituto de Blatter, el italiano Gianni Infantino, como el jeque Salam Bin Ebrahim Al-Jalifa, de Bahréin, Alí Bin Hussein, de Jordania, y Tokio Sewale, de Sudáfrica, no son nuevos en los asuntos de FIFA y cuesta creer que, al igual que el paraguayo Alejandro Domínguez, les alcance con buscar “chivos expiatorios” para demostrar que también en el deporte “el crimen no paga”.

El tema de fondo es có-mo se termina con “el reparto” entre dirigentes, clubes y grandes inversores que giran alrededor de miles de millones de dólares; cómo se recupera la confianza en federaciones que hasta hace poco recibían y ofrecían dinero por definir sedes para los mundiales y hasta la integración de las series; sin perjuicio del gran negocio de los “viáticos” y “ainda mais”.

Esta indeseada situación también nos alcanza a nosotros, empezando por la necesidad de terminar con lo que vivimos en las canchas, donde una “barra brava” ya no es un conjunto de jóvenes que comparten derrotas y victorias para disfrutar la vida, sino, aberrantes ejemplos de desbordes de pasión y engranajes delictivos muchas veces financiados por los propios clubes.

En tiempos de Del Campo, amigos y familia alentábamos con entusiasmo lo que el dicho popular definía como “el club de nuestros amores”; en los actuales, los valores que hemos trastocado nos quieren transformar en fanáticos y violentos “hinchas” de los clubes de “nuestros rencores”

Nos encontramos frente a un mal de la sociedad que determina que los que buscan una sana diversión ya no van a las canchas porque el temor y el descreimiento los desalientan. Lamentablemente los intereses van por otro lado y los “valores” han pasado a ser aspectos secundarios.

De manera que los problemas que vivimos en nuestra convivencia cotidiana son parte de una decadencia que nos duele, tanto por lo que dejamos de ser, como por lo que no sabemos preservar para las próximas generaciones.

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Sergio Abreu

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