Publicidad

Fidel Castro, fin de un ciclo

Compartir esta noticia

Abrir un juicio sobre el jefe de la revolución cubana requiere la realización de dos operaciones relacionadas pero diferentes: determinar su lugar y relevancia como figura histórica, y valorarlo desde el punto de vista político.

Abrir un juicio sobre el jefe de la revolución cubana requiere la realización de dos operaciones relacionadas pero diferentes: determinar su lugar y relevancia como figura histórica, y valorarlo desde el punto de vista político.

Dos ejercicios, uno historiográfico y otro ético que, pese a las dificultades para distinguirlos, deben disociarse. Si por un lado historiadores como Marc Bloch, con mirada positivista, afirman que confundir el juicio histórico con el político-moral equivale a que un químico califique al oxígeno como “bueno” y al “cloro” como “malo”, lo cierto es que el vocabulario histórico está tan impregnado de valores que en él la neutralidad resulta altamente problemática.

Fidel Castro fue una figura relevante de la segunda parte del siglo XX. Dirigente de un pequeño país como Cuba, carente de poder militar o internacional propio, participó centralmente en varios de los cruciales acontecimientos que conformaron este período. Tanto que la historia de América Latina como la del mundo subdesarrollado -especialmente en lo atinente a su crucial período guerrillero, el auge de los movimientos descolonizadores y a la propia Guerra Fría- resultan incomprensibles sin la directa presencia en ellos de la dirigencia cubana. Algo similar ocurrió con su proclamado antiimperialismo, si bien a este respecto, Castro, en tanto sedicente “liberador del tercer mundo”, calificación que sigue siendo decisiva para la izquierda clásica, terminó condicionado por los pesados costos de su inserción en el mundo soviético. Un contradictorio “mix” que, para sus críticos, descalifica esa autonomía política. En cuanto a la apreciación de su obra, lo que legó a su país y al siglo en que vivió, ella se funda sobre el juicio de más de cincuenta años de revolución. Revolución que, con pequeñas modificaciones, se guió por la aplicación de un modelo ideológico previo, ya aplicado en el caso soviético, según el cual sin derogar la propiedad privada no resulta posible desarrollar estructuras sociales decentes. Por ello, para el crecimiento de una moral social auténtica se requiere la estatización de la economía, única forma de trascender la explotación del hombre por el hombre. Lo quieran o no sus beneficiarios, en este caso el pueblo cubano. Partiendo de esa premisa, la isla se valió de un proyecto que basado en un elemental economicismo ignoró la democracia. Para Castro una ilusoria engañifa burguesa. Convicción que mantuvo tenazmente durante su larga existencia.

Sabido es que estas asunciones concluyeron en todos los casos y en todas sus variantes con partidos únicos, oposiciones excluidas, ideologías monopólicas, morales estatales, estéticas oficiales, sociedades civiles inexistentes, libertades individuales ignoradas, cultura centralmente organizada, falta absoluta de creatividad, represión y pobreza generalizada. En síntesis y en nombre de una igualdad jamás lograda, el proceso cubano, como el de sus pares, culminó en un totalitarismo opresivo, machista y homofóbico, que pese al aire tropical que lo entornó se prolongó como un aislado superviviente de la ortodoxia comunista del siglo XX. Una experiencia preilustrada, irrepetible. Por eso la muerte de Fidel Castro cierra definitivamente un período ya transcurrido, sin legar nada, siquiera una ilusión, a su sufrido pueblo.

SEGUIR
Hebert Gatto

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

Cubafidel castroHebert Gatto

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad