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El feminicidio en Uruguay

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Según informes de prensa, en momentos en que se escribe esta nota, un octavo feminicidio se habría cometido en Montevideo. Si esta tendencia se mantuviera ello arrojaría cincuenta y seis crímenes para el corriente año, un número que, por cada cien mil habitantes, como se mide internacionalmente, duplicaría los actuales guarismos delictivos. Esto colocaría a Uruguay, si excluimos al Brasil cuyos números son inciertos, como el país más violento del continente, superando largamente a los países centroamericanos, con los cuales actualmente lideramos esta escala.

Según informes de prensa, en momentos en que se escribe esta nota, un octavo feminicidio se habría cometido en Montevideo. Si esta tendencia se mantuviera ello arrojaría cincuenta y seis crímenes para el corriente año, un número que, por cada cien mil habitantes, como se mide internacionalmente, duplicaría los actuales guarismos delictivos. Esto colocaría a Uruguay, si excluimos al Brasil cuyos números son inciertos, como el país más violento del continente, superando largamente a los países centroamericanos, con los cuales actualmente lideramos esta escala.

Pero aún si este pronóstico no se cumpliera -y ojalá que así ocurriera-, seguiríamos casi seguramente colocándonos en los primeros lugares entre los generadores de feminicidios en nuestro continente. Un continente por su parte, que lidera la violencia asesina genérica en el mundo, América Latina, 36%; África, 31%; Asia, 28%; Europa, 5% y Oceanía, 0.3%, con el agravante, para nuestra vergüenza hemisférica, que América del Norte sólo aparece en esta medición con el 6.9%, pese a la difundida problemática de los Estados Unidos en este terreno.

Lo más siniestro e insólito de estas mediciones en lo atinente a Uruguay, es que se trata de un país que en este momento encabeza el ingreso del PBI per cápita entre los restantes países de América del Sur, goza de un sistema político estable y de una democracia razonablemente operativa, así como de un nivel medio de educación y de cultura general mayor al de los restantes países del continente y de un clima de convivencia histórico-política que, salvo durante el período de la dictadura militar, compartido con las restantes naciones sud y centro americanas, resulta ejemplo internacional de tolerancia. En suma una nación del tercer mundo de ingreso medio, que sin descollar en ningún campo, excepto el fútbol, se la reconoce por sus virtudes, especialmente en el campo de su cultura política y de su tradicional apego al derecho. Esa pequeña nación, de la que los orientales nos ufanamos, quizás en demasía, está atacada no obstante por un terrible mal, una enfermedad ancestral que corroe sus entrañas y bien puede decirse que la descalifica como grupo humano: deja matar a sus mujeres, la mitad de su ciudadanía, con mucha mayor crueldad y asiduidad de lo que ocurre en casi todo el resto del mundo. Y quienes las ejecutan por razones vinculadas con su conformación sexual son, precisamente, la otra mitad de sus habitantes. ¿Cómo evaluar semejante anomalía?

Aclaremos ante todo que creo no exagerar. Si bien las cifras de homicidios pueden ser tachadas de bajas -¿qué son cincuenta mujeres entre tres millones?- esta contabilidad de raíz economicista y ajena a la moral no puede aceptarse. De hacerlo se desestimaría el delito en todas sus expresiones y el propio terrorismo, que resultarían asuntos menores si sólo fueran evaluados en su faz cuantitativa. Por lo demás, según estimaciones de la Cepal, el 70% de las mujeres uruguayas ha sufrido en alguna ocasión alguna forma de violencia social, y 35% de este conjunto la experimenta a diario, siendo el feminicidio una de las varias expresiones de ella. En términos sociales estos porcentajes resultan insoportables, no solamente por sí mismos sino por sus consecuencias: revelan una comunidad humana enferma, que además de irrespetar la vida se muestra incapaz de manejar sus relaciones personales más elementales: la familia, el matrimonio, la amistad, la intimidad y el vital relacionamiento sexual entre los seres humanos, células básicas sobre las que se erige la sociedad y le permite subsistir.

No es este el lugar para interrogarnos sobre las causas de esta invariante deficiencia humana, aunque obviamente sea necesario profundizar en un tema que atraviesa todas las épocas y civilizaciones conocidas. Como decíamos, el Uruguay tiene características que redoblan la perplejidad y nos obligan a interrogarnos a nosotros mismos como comunidad específica, en un análisis que parece desarmar las explicaciones más convencionales. Lo que no significa que las miradas socio-económicas, como las que aportan los estudios sobre clases, ingresos y entornos geográficos no contribuyan al esclarecimiento del tema, como igualmente lo hacen los enfoques históricos o los socioculturales, en un encare que deberá ser naturalmente interdisciplinario y no podrá desdeñar la biología ni la adecuada aplicación a los mismos de las ciencias jurídico-penales.

Por más que debamos tener claro especialmente que aquí en nuestro país, donde el feminicidio tiene manifestaciones tan dramáticas e inmediatas, nos sigue faltando análisis e introspecciones que evadan los moldes, y para las cuales las ideologías no son el mejor vehículo, tratándose de un fenómeno que atraviesa todas las experiencias sociales, tanto en los antiguos modos de producción, como, en los últimos dos siglos, en el capitalismo y el socialismo. Por lo cual, lo importante, tal como actualmente está ocurriendo, es generar consciencia del peligro social que enfrentamos, procurando, pese a nuestras ignorancias y oscuridades, cambiar conductas sociales apoyadas en causas locales relacionadas con estereotipos ancestrales, en un movimiento social, para nada sencillo, del que el Estado no podrá excluirse. Educando y prestando cobijo cuando corresponda. Quizás lo mejor de estas campañas sea que nos permitan visualizar, internalizándolo, el complejo entramado histórico-cultural en que vivimos. No para destruir de un golpe a los irreductibles, sino para distinguirlos, marcarlos y aislarlos socialmente. Como agentes patógenos. Desde el campo femenino para que las mujeres asuman en su conjunto que enfrentan un mundo plagado de peligros, surcado por un machismo persistente, manifiesto u oculto, que pese al cambio de los tiempos sigue dictando las reglas del juego en las relaciones entre los géneros. Desde el masculino advirtiendo que somos nosotros los que, de diferentes modos y maneras, dictamos y protagonizamos tales reglas.

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Hebert Gatto

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