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Dos estaciones

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Una decena de guardias con chalecos anaranjados se apostaron en las puertas de salida del Metro de Sevilla, a la espera del inminente arribo. Uno por puerta, todos conectados entre sí y en visible estado de alerta.

Una decena de guardias con chalecos anaranjados se apostaron en las puertas de salida del Metro de Sevilla, a la espera del inminente arribo. Uno por puerta, todos conectados entre sí y en visible estado de alerta.

“¿Pasa algo?”, pregunté temiendo lo peor, reaccionando con ese músculo que nos han desarrollado el 11S, el 11M, París, Charlie Hebdo… “No, solo ordenan la llegada de los fieles de San Gonzalo, cuyo Cristo sale en procesión en unos minutos”, me explicaron. Es que les encanta narrar su fiesta mayor. “La forma de andar de un Cristo es distinto al de una virgen, los pasos de ella son cortos, femeninos, permiten un ligero movimiento de la falda y del manto; ellos, en cambio, avanzan a tramos más largos. Los costaleros se preparan durante todo el año para cargar los casi dos mil quilos de peso de cada talla”, me explican. Miles de claveles, astromelias, azaha- res, jacintos y orquídeas, viajan desde remotos destinos para alhajar el paso de la Esperanza de Triana, la Macarena, el Cristo del Cachorro o del Gran Poder.

La noche de la “madrugá” del jueves santo es el paroxismo del culto católico: miles de nazarenos, penitentes, cofrades y devotos, escoltan a decenas de “pasos” que entrecruzan la ciudad, toda ella viva, desvelada, inquieta. Por el tétrico Castillo de la Inquisición, hoy convertido en moderno mercado, pasan las Vírgenes que regresan a sus iglesias “cansaítas”, con las velas reducidas a su mínima expresión y cargadas de los “¡guapa!” con que las regalaron a su paso. Para las miradas laicas es un espectáculo casi animista que seduce y asombra, por su belleza plástica y su riqueza antropológica.

Le debo a Tomás de Mattos, como lectora, el haberme permitido entender, respetar e incluso acompañar en la emoción a esas devociones que personalmente no profeso. “Las puertas de la miseri- cordia” fue uno de sus libros más arriesgados. Fue el libro en el que retrató un Dios que no puede obnubilar a sus criaturas con el destello de su evidencia, dado que las hizo libres.

El libro en que le dio contingencia al olor a dios (recreando los aromas del heno que ascendían desde la cuna improvisada en aquel pesebre) y en el cual explicó la creación como el despliegue de un árbol, encerrado en el secreto de la simiente. Otras personas, con más conocimiento, elogiarán la obra y figura de Tomás de Mattos como él se merece; yo quiero apenas agradecerle ese momento mágico que nos producen algunos libros, cuando la lectura se aplica a la realidad, la enriquece y la aumenta.

Desde ayer hay inquietud nuevamente en el Metro de Sevilla, pero ya no es únicamente por los devotos y nazarenos que marchan rumbo a las procesiones, sino porque el horror estalló en el aeropuerto y el Metro de Bruselas, y Europa vuelve a sentir miedo. Tomás de Mattos creía que la conversión podía transformar moralmente el corazón de los hombres, que la agonía y resurrección de la Semana Santa develaban el sentido de la Creación y del mundo, porque tenía las certezas que otorga la fe. Su libro me enriqueció, como suele hacerlo la buena literatura, pero no me convirtió. Por eso hoy, sin el optimismo existencial que él tenía, provista de la sola razón, cuando los muertos y la sangre vuelven a multiplicarse en nombre de un Dios único, solo siento desconsuelo e impotencia. Dios olía a heno, no a pólvora.

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Ana Ribeiro

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