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Las encuestas

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Las proyecciones de las encuestas habían pintado un panorama que, al abrirse las urnas y contar las papeletas, resultó ser otro. Inmediatamente circuló y fue aceptada una explicación: las empresas encuestadoras se habían equivocado. Después de meditar un poco pienso que esa explicación es muy endeble.

Las proyecciones de las encuestas habían pintado un panorama que, al abrirse las urnas y contar las papeletas, resultó ser otro. Inmediatamente circuló y fue aceptada una explicación: las empresas encuestadoras se habían equivocado. Después de meditar un poco pienso que esa explicación es muy endeble.

El fundamento de mi desconfianza —por más que las propias encuestadoras y todo el mundo haya dado por buena aquella explicación— es que no parece verosímil que todas las encuestas se hayan equivocado por unanimidad y todos los errores hayan sido en el mismo sentido.

Mi teoría (con un margen de error de más menos 3%) es que las encuestadoras registraron un movimiento real en el electorado; hubo una oscilación, un esbozo de movimiento, suficientemente fuerte como para quedar registrado en los sismógrafos de las encuestas, pero que cesó o se revirtió tan rápidamente y tan cerca del acto electoral que no dio tiempo a ser recogido por las encuestas que terminaron su trabajo más de una semana antes de las elecciones.

Hubo —me parece— una intención no consumada, llámesele osadía reprimida o tentación resistida, como usted prefiera (pero esto ya abriría la puerta a lo ideológico-partidario y nublaría la asepsia de mi análisis). Lo que quiero decir es que no se puede excluir la existencia de oscilaciones reales que hayan tenido efectivamente lugar en el universo de votantes.
Las empresas encuestadoras tuvieron una entendible necesidad de correr a disculparse y confesar errores para no quedar como soberbios, irreductibles y ciegos a sus propias limitaciones, situación que les habría comprometido aún más su prestigio y posibilidades laborales. Quienes no necesitamos esas salvaguardas podemos rechazar la explicación del error como demasiado simple y precipitada, algo así como fast food intelectual.

Según las crónicas periodísticas que he leído, los dirigentes políticos con experiencia en otras elecciones, duchos en recorrer y escuchar por todo el país las disposiciones de la gente, hasta el último momento palpaban —unos con esperanza y otros con alarma— la posibilidad de desenlaces novedosos.

Si mi teoría fuera cierta —y creo que lo es— se abren interesantes preguntas. ¿Qué fue lo que hizo que una porción del electorado aceptara una posibilidad con suficiente fuerza como para mover las agujas de los termómetros de todas las encuestadoras?

Y ¿qué fue lo que, sobre la raya, los hizo volver atrás? Estas son preguntas de primera importancia, tanto para los dirigentes políticos como para los profesionales del marketing y la publicidad.

La existencia de un electorado no rígido abre muchos interrogantes: no se lo puede considerar como un elemento mineral, compuesto de tanto por ciento de esto y tanto por ciento de esto otro sino como un ser viviente (y no pongo ningún adjetivo más para no dar pie a interpretaciones ideológicas).

Yo no tengo, naturalmente, forma de probar que mi teoría sea cierta. Tampoco lo pueden probar los que aceptan tranquilamente la explicación de un error homogéneo y universal.

Pero esto último, como está de moda decir ahora, no te la llevo. En las elecciones de Brasil Marina Silva pasó de estar tercera en las encuestas al primer lugar y luego bajó otra vez al tercero, y todo en el lapso de no más de veinte días. Eppur si muove.

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Juan Martín Posadas

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