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Elegía del amor y el erotismo

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Las movilizaciones de este año, por el día internacional de la mujer -al menos tal como las he visto en los medios- se poblaron de imágenes agraviantes, consignas y cantos de durísima raigambre radical.

Las movilizaciones de este año, por el día internacional de la mujer -al menos tal como las he visto en los medios- se poblaron de imágenes agraviantes, consignas y cantos de durísima raigambre radical.

En Montevideo, la proclama colocó todo el mal en el “Estado patriarcal y capitalista [que] sostiene y reproduce las condiciones para que todos los días nos violenten, golpeen, violen y maten”. Parece que tales horrores no pasaran en los países islámicos ni en las dictaduras como Cuba y Venezuela. Supongo que este feminismo que infiltró las mejores versiones del mismo, ha dejado perpleja a mucha gente que espera y trabaja por la equidad.

En El donjuanismo femenino (2000), la escritora española Elena Soriano sostiene que el feminismo más notorio y militante “es el triunfo absoluto del modelo masculino. La figura del varón se impone con un peso abrumador en el proceso de emancipación; [...] El hecho es que los valores propios de la femineidad que podrían enriquecer un mundo excesivamente masculinizado brillan por su ausencia”. Aquí, los recientes gestos, las consignas, las pinturas de tribu primitiva y los tetazos son una pesada prueba.

Tengo 67 años, monógamo, padre de familia, no vivo en una burbuja y más de treinta años de vida universitaria impiden que me asombre de las conductas de las actuales generaciones de mujeres y hombres. Digo esto para prevenir el razonable prejuicio que el amable lector pueda albergar sobre mis perplejidades respecto al futuro del amor y el erotismo.

El sexo es una necesidad de todos los seres vivos, pero el amor y el erotismo son exclusivamente humanos, dice Octavio Paz (La llama doble, 1993), tres caras de una misma realidad: “El agente que mueve lo mismo al acto erótico que al poético es la imaginación. Es la potencia que transfigura al sexo en ceremonia y rito, al lenguaje en ritmo y metáfora”. Lo erótico representa una trasgresión o una superación a las meras expectativas de procreación. Es lo opuesto a la violación, gesto tan animal como repugnante.

Cada sociedad, cada lugar y cada época expresan esa relación triádica en una maraña de formas, significados y sentidos culturales diversos.

En Occidente, la precedencia del amor al matrimonio, tiene menos de doscientos años, y vista su evolución parecería que no está destinada a un futuro muy promisorio.

Durante milenios, el amor como condición matrimonial solo podía concebirse como un ideal dramático, una irracionalidad capaz de entorpecer los asuntos fundamentales: la procreación, la economía y la política. En las clases altas el casamiento servía para aumentar o conservar las tierras, o para tejer alianzas políticas y militares. Entre los pobres era fundamental para asegurar la subsistencia del grupo familiar que incluía al menos tres generaciones, dependientes del mismo recurso económico y bajo el mismo techo.

Cuestiones tan fundamentales no podían someterse a un sentimiento tan veleidoso e irracional como el amor. Por lo tanto la regulación de los ritos eróticos (una mirada, un roce, una palabra confidente) eran celosamente regulados, sino evitados.

Así fue al menos hasta el siglo XIX en Europa y sigue siendo la regla en buena parte del mundo.

El amor era una fruta prohibida. De modo que los poetas le cantaban a mujeres inalcanzables e impracticables, como la Beatriz de Dante, la Laura de Petrarca, la Dulcinea del Toboso de Don Quijote, o narraban trágicas historias como la de Tristán e Isolda, Lancelot y la reina Ginebra, Romeo y Julieta, los amantes de Teruel, la tragedia verdadera de Abelardo y Eloísa y los innumerables romances como el del Conde Olinos.

En ellos, el erotismo desata una fusión amorosa excluyente entre los amantes, un todo indisoluble.

El romance del Conde Olinos es canónico en este sentido. La reina advierte a su hija que mandará matar a su enamorado: “Si le manda matar madre / Juntos nos han de enterrar. / Él murió a la medianoche, / Ella a los gallos cantar; / A ella, como hija de reyes, / La entierran en el altar; /A él, como hijo de conde / Unos pasos más atrás. / De ella nació un rosal blanco, / De él nació un espino albar; / Crece el uno, crece el otro, / Los dos se van a juntar. /La reina llena de envidia / Ambos los mandó cortar;[...] / De ella naciera una garza /De él un fuerte gavilán, / Juntos vuelan por el cielo, /Juntos vuelan par a par.

Denis de Rougemont (El amor y Occidente, 1938) escribió: “El lirismo occidental no exalta el mero placer de los sentidos ni la fecunda paz de la pareja. Importa menos el amor pleno y dichoso que la pasión. Y la pasión significa sufrimiento”. He aquí el hecho fundamental que no ha cambiado.

Homero Expósito lo expresa bellamente en Naranjo en Flor; oigo la orquesta de Troilo con la voz de Floreal Ruiz:

“Primero hay que saber sufrir, / después amar, después partir / y, al fin, andar sin pensamientos, / Perfume de naranjo en flor, / promesas vanas de un amor / que se escaparon con el viento.”

Más explícito aún es Louis Aragon: “Il n’y a pas d’amour heureux” (No existen amores felices):

Mi bello amor, mi querido amor, mi desgarro / Te llevo en mí, como un pájaro herido / Y esos, sin saber, nos miran pasar / [...] Hacen falta lamentos, para pagar un estremecimiento / Hacen falta desgracias, para la más mínima canción / Hacen falta sollozos, para un aire de guitarra...

Rougemont se pregunta ¿por qué el hombre de Occidente quiere sentir esa pasión que le hiere y que toda su razón condena? He aquí el enigma cuyo misterio de nada serviría develar. El amor y sus ceremonias eróticas, llave de la conquista, nos sigue como una sombra desde la noche de los tiempos.

El amor y sus historias están en la sonrisa enigmática de una pareja pintada en un muro de la Pompeya de la Antigüedad y la nostalgia de los años que han pasado en otra Pompeya: “Tu melena de novia en el recuerdo / Y tu nombre florando en el adiós.”

Está en la espada de Tristán que le separa de su amada Isolda, mientras yacen juntos, en los dedos de Julien Sorel rozando el brazo de Mme de Rénal, en la mano de Chaplin apretando las de Paulette Goddard y perdiéndose en el camino al final de Tiempos Modernos.

Imágenes, voces, relatos y misterios que quizás no volverán, devorados por un nuevo pragmatismo, como cuando los matrimonios eran un mero contrato.

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Luciano Álvarez

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