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Otro tema de derechos

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Todos los hemos visto. Al caminar por alguna calle céntrica, al pasar por un edificio público, o al intentar llevar a un niño a la plaza del barrio. Se trata del ejército de zombies que ocupa la mayoría de los espacios públicos en la capital del país.

Son los eufemísticamente llamados "sin techo" quienes representan uno de los aspectos de convivencia más desafiantes que enfrentan hoy las autoridades.

Un informe publicado el pasado fin de semana por El País, muestra la magnitud del problema. Son más de 2.400 personas que han sido identificadas en esta situación, solo en la capital, cuatro veces más que lo que estimaba la siempre eficiente Intendencia de Montevideo. Se hallan preferentemente en la zona comprendida por el Centro, Punta Carretas y Pocitos. Y la reciente Ley de Faltas, creada entre otras cosas para enfrentar este tema generado por la pasta base y la marginalidad, no logra dar respuesta al reclamo popular.

Según el informe, en todo 2014, pese a los cientos de operativos, solo han sido procesadas 47 personas por ocupar en forma ilegítima los espacios públicos. A la hora de buscar explicaciones lo que siempre ocurre es; la policía culpa a los jueces, los jueces culpan a la policía. Resultado, todo sigue igual.

Más allá de los discursos sofisticados y políticamente correctos, esta situación genera un verdadero choque de derechos, un conflicto social que las autoridades no pueden seguir subestimando. Veamos porqué.

No se trata básicamente de un problema de pobreza o estigmatización, como se suele afirmar. Vivimos en el año 11 de la era progresista, donde según nuestros gobernantes el país ha fructificado, y la convivencia se ha vuelto armoniosa y equilibrada, gracias al espíritu solidario que desborda al nuevo uruguayo. Y algo de razón hay en que la sociedad viene haciendo un esfuerzo económico muy importante para generar una estructura de apoyo y contención social para los sectores menos favorecidos.

De hecho, existe una extendida red de refugios, un esquema de ayuda alimenticia para estos fines, y un ejército de asistentes sociales y sociólogos bien remunerados para estudiar, analizar y enfocar esta problemática.

La pregunta que se hace con razón el ciudadano de a pie, es por qué si de su bolsillo salen tantos recursos para generar un sistema de amortiguación social amplio y comprensivo, no puede llevar a su hijo al parque del barrio sin tener que pasar por encima de algún pastabásico que duerme la mona tirado bajo la hamaca, o esquivar sus heces frescas que fertilizan el arbusto al lado del tobogán, o circular por una calle sin enfrentar la "manganeta" abusiva (si se es mujer mucho peor) de quienes se han autoproclamado dueños de las calles y veredas. Ni hablar de otros espectáculos menos edificantes como el difundido días atrás en internet, donde dos hombres son enfrentados por la policía mientras consumaban un acto de amor muy inclusivo a plena luz del día, en Bulevar Artigas, a metros de la Terminal de buses.

Se trata de una verdadera privatización del espacio público, hecha en forma agresiva y prepotente, y donde el ciudadano honesto debe acostumbrarse a manejar los códigos y transar con esta nueva forma de convivencia, o arriesgarse a un conflicto donde en todos los casos es quien tiene más que perder.

El Fiscal de Corte ha dicho al respecto que el problema es que la ley no funciona "porque el derecho penal no resuelve los problemas sociales". Y es claro que estamos ante un problema que ya reviste aspectos culturales y educativos, y que es difícil pretender resolver con cárcel y medidas coercitivas. Pero hay que hacer un matiz. Como bien afirma Díaz en ese informe, la ley debe ser "la última muralla de resistencia de la sociedad". ¿Que otra defensa le queda a los sectores más débiles de la sociedad ante un fenómeno que se le impone con un trasfondo de inocultable violencia como la ocupación de los espacios públicos? ¿Cuál va a ser la respuesta de esa sociedad si ve que un fenómeno que genera conflicto como este, no tiene respuesta por las autoridades? No hay que dejar volar demasiado la imaginación para darse cuenta que cuando el Estado no encamina una situación de este tipo, lo que surge es la violencia privada, con todos su peligros.

Vivimos en una sociedad libre, donde el Estado no tiene derecho a imponer a la gente donde ni como debe vivir. Por suerte. Pero también una ciudad es una espacio de convivencia donde hay reglas y derechos que se cruzan en forma permanente. La obligación del Estado es hacer que esos roces, sean pacíficos y de acuerdo a la ley. Si no, está siendo omiso en su principal razón de existencia.

Editorial

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