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Secretos y misterios

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El estado uruguayo padece una enfermedad peligrosa; la obsesión por ocultar información a sus ciudadanos. No es que se trate de algo nuevo u original.

Pero algunos hechos recientes muestran el alcance de esta paranoia secretista que campea en la administración pública. Y avivan la inquietud por si las leyes actuales de acceso a la información pública, no deberían ajustarse para que la sociedad pueda enfrentar el problema con más chances de éxito.

El caso más reciente resulta casi caricaturesco. Resulta que la Corporación Nacional para el Desarrollo acaba de negarse a dar información sobre los manejos económicos de la comisión que estudia la viabilidad del mítico "puerto de aguas profundas", que algún día podría erigirse en las costas de Rocha. El pedido de acceso a esa información había sido solicitado por un grupo de ambientalistas, que denunció que esa comisión lleva gastados más de un millón de dólares en viajes y estudios de viabilidad más que polémicos. Y la negativa fue firmada por sus directivos actuales, donde hay representantes de la oposición.

Sinceramente no hay manera de justificar que esa información sea escondida a la sociedad, a los contribuyentes. Si se afirmara que es relativa a resultados de estudios que pueden tener implicancias estratégicas o económicas para el país, que pueden beneficiar a empresas o a países que eventualmente puedan competir con el proyecto, tal vez sería tolerable. Pero que un grupo de burócratas decida que lo que han gastado en viajes y estudios, no debe ser conocido por aquellos que en última instancia los han pagado, parece indignante. Y alienta todo tipo de suspicacias sobre lo que allí se pueda estar escondiendo.

Pero esto no es algo raro en el estado uruguayo. Toda búsqueda de acceso a la información pública suele chocar contra el muro implacable de la burocracia estatal. Incluso con la ley creada hace un par de años para ese fin, que habilita una instancia judicial para combatir ese secretismo público, la tarea sigue siendo durísima. La ley establece que en una primera instancia, el pedido debe ser hecho a la propia oficina pública, y es casi imposible que alguna de ellas se digne responder afrmativamente. Siempre con excusas, siempre con derivas burocráticas, siempre apelando a alguna chicana para esconder los datos a quienes en el fondo son sus dueños, la ciudadanía.

Tal vez el único caso expeditivo en los últimos tiempos haya sido el de la calidad del agua de OSE en Maldonado, pero en todos los demás casos, siempre se debe terminar en la Justicia. Recientemente pasó algo parecido con el tema del proyecto Aratirí, antes con el sistema de espionaje policial llamado "El Guardián", con los manejos del Fondes, hasta con los datos de repetición en Secundaria. Parece haber una obsesión compulsiva de parte de los funcionarios públicos por creer que todo lo que hacen es secreto. Por ejemplo días atrás se supo que las autoridades de Ancap pretenden obligar a todos sus funcionarios a firmar un documento de confidencialidad, para que no puedan informar a nadie de lo que allí ocurre. Algo semejante ha pasado anteriormente en Antel.

Esto deja en evidencia un par de problemas serios que sufre Uruguay. El primero es la soberbia que padecen algunos funcionarios públicos, que creen que su condición de tal los pone por encima de los ciudadanos comunes. Todo lo contrario de la realidad, ya que ellos son servidores de la sociedad, y los primeros que deberían rendir cuentas.

El segundo, es el desequilibrio que existe en materia de los famosos pesos y contrapesos que deben regular el funcionamiento público en un país democrático. ¿Cómo pueden los ciudadanos tomar decisiones acertadas sobre los temas públicos, si sus propios empleados les esconden la información vital para poder evaluar su tarea?

A tal punto llega esta obsesión secretista del Estado, que en el período pasado se modificó la ley de acceso a la información pública, para que la misma no fuera tan "generosa" con los reclamantes. No se vio para ello una gran discusión ni reclamo de los partidos opositores.

Tal vez sea tiempo de revisar esta norma en forma integral, en atención a la mala fe que notoriamente domina a los estamentos públicos a la hora de rendir cuentas a sus ciudadanos. En los tiempos que corren resulta absurdo esa obsesión por negar una transparencia esencial y que cada vez es reclamada con mayor intensidad por la sociedad, para saber cómo manejan sus representantes sus intereses y sus recursos.

Es vital que una norma de este tipo ponga coto a la obsesión secretista de la burocracia y deje en claro quién es el verdadero soberano.

Editorial

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