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No a la reforma constitucional

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Es absolutamente absurdo que luego de dos años de la tercera administración consecutiva del Frente Amplio y ante la falta de logros para mostrar, se pretenda embarcar al país en una aventura reformista peligrosa e inconducente.

En el día de ayer se hi-zo pública la noticia de que la mayoría del oficialismo insistirá con la propuesta de reformar la Constitución de la República. De acuerdo a la información publicada por El País, en un documento sobre estrategia política presentado a la mesa política del Frente Amplio la semana pasada, se explicita que "se entiende necesaria la realización de una reforma constitucional".

La argumentación oficialista expresa que: "El fortalecimiento de la democracia y la consolidación de los procesos de transformación que hemos realizado en la sociedad uruguaya, así como la restitución y ampliación del ejercicio de derechos de ciudadanos y ciudadanas, requieren de una transformación de la base institucional que los garantice".

Es conveniente, a la hora de analizar temas tan trascendentes como una reforma del pacto fundamental que nos hemos dado como sociedad, aclarar algunos conceptos que parecen lamentablemente olvidados por los impulsores de la iniciativa.

Las reglas de juego por las que es posible desarrollar una vida relativamente civilizada se basan en el consenso que generan para toda la población (o casi toda). Todos (o casi) aceptamos la propiedad privada, que robar o matar es un delito que debe ser penado, que el salario es la justa remuneración por el trabajo, que quien invierte y arriesga tiene derecho a los frutos de su esfuerzo, que nuestros derechos terminan donde comienzan los de los demás, entre una larga lista.

Estas reglas se basan en valores compartidos que no fueron inventados por los frenteamplistas, tampoco por blancos y colorados, vienen del fondo de la historia. En occidente esta tradición judeocristiana puede rastrearse a los comienzos del cristianismo e incluso antes, en leyes tan básicas y fundamentales como los 10 mandamientos. Estas normas de consenso, cuyo contenido ético no es producto de nuestra razón sino de la evolución de la humanidad a lo largo de siglos, legitima los derechos de las personas, la vida en sociedad y cómo resolver los conflictos.

Por eso es que la legislación, las leyes inventadas por el constructivismo racionalista a la luz de una coyuntura política o social particular, no brinda las mismas garantías que la Ley que evoluciona junto a las características más estructurales de la naturaleza humana. Y por lo tanto, esos cambios, producto de la falta de comprensión de la diferencia entre la Ley y la legislación positiva, quiebra el pacto social y le quita legitimidad.

Eso en cuanto a una cuestión de forma, pero que también hace al fondo del asunto, cuando se analizan los motivos espurios por los que se quiere modificar la Constitución y cómo se pretende vulnerar derechos fundamentales. Que se diga a texto expreso que se quiere reformar la Carta Magna para consolidar los logros de las administraciones frentistas, amén de ridículo por la falta de logros, confiesa que lo que se pretende es una finalidad política partidaria y no el bien de la sociedad en su conjunto.

Cuando se ven además innovaciones increíblemente peligrosas como la relativización del derecho de propiedad, al que insólitamente se pretende "modernizar", o la consagración institucional del Sistema de Cuidados cuando ni siquiera existe por falta de asignación de recursos, no solo se constata el desvarío producto del ensoberbecimiento con el poder sino una voluntad decididamente desquiciada.

Es absolutamente absurdo que luego de dos años de la tercera administración consecutiva del Frente Amplio y ante la falta de logros para mostrar al país, como quedó implícitamente confesado en la magra cadena de televisión del presidente de la República el primero de marzo pasado, se pretenda embarcar al país en una aventura reformista inconducente. O peor aún, en un intento de reforma constitucional que pretende minar las bases de nuestra convivencia pacífica por meros impulsos politiqueros de la peor especie.

La oposición haría bien en no entrar en el juego del oficialismo y alinearse con la inmensa mayoría de los uruguayos que rechaza el delirio oficialista y reclama con razón, soluciones a sus problemas concretos, como la creciente ola de inseguridad, el descalabro de la educación, las dificultades para acceder a una vivienda o el fracaso del "sistema nacional integrado" de salud.

En defensa de la democracia, los derechos humanos y las verdaderas prioridades de los uruguayos, solo corresponde un NO enorme al macabro esperpento en que quieren transformar nuestro pacto social fundamental.

EDITORIAL

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