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La democracia y la izquierda

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El último reporte anual de Latinobarómetro conocido hace unos días trajo preocupación. Y con razón: por primera vez desde que inició su medición hace 20 años, el apoyo ciudadano a la democracia en Uruguay es menor al 70%.

Hay quienes deciden ver la parte del vaso medio llena. En este sentido se destaca que Uruguay sigue estando entre los primeros tres países de Latinoamérica en cuanto a apoyo ciudadano a la democracia; que el promedio del continente es de 54% cuando nosotros estamos en 68%; y que nuestra performance debe analizarse en perspectiva, cuando se sabe que en el último año el apoyo a la democracia experimentó caídas bruscas en seis países de la región, entre los cuales más fuertemente en Brasil y en Chile.

Sin embargo, cuando nos comparamos con nuestro pasado y cuando nos ponemos exigentes, la evolución de los últimos años es preocupante. Primero, porque desde 2009 y si dejamos de lado la excepción de 2015, los resultados anuales son siempre cada vez peores. Segundo, porque es claro que en la comparación regional la historia política del Uruguay es muy superior en materia de calidad democrática a la de los demás países del continente, y que por tanto lo evidente y natural sería que el apoyo ciudadano aquí fuera muy superior al resto. Y tercero, porque no puede atribuirse a ninguna crisis económica la responsabilidad de estos resultados que, atendiendo a nuestra tradición democrática, son malos.

Cuando se analiza un proceso de este tipo con esta evolución de mediano plazo es claro que no hay un único factor que oficie de explicación completa. Sin embargo, sí hay un par de razones que son muy importantes y que por estar vinculadas al gobierno de izquierda no serán muy tenidas en cuenta por los numerosos comentaristas y politólogos oficialistas que se ocupan de estos temas.

La primera refiere a la desilusión ciudadana con las promesas frenteamplistas.

Ellas no se han cumplido en temas muy relevantes, como la inseguridad y la educación. A eso se suma la constatación de que se acumulan graves episodios de corrupción sin que haya sanciones políticas claras: el ejemplo más claro es el de la campaña electoral de Sendic en la interna frenteamplista de 2014 que se benefició, por su similitud, con la campaña institucional de Ancap. Lejos de ser repudiada por el resto de la izquierda, ella permitió el ascenso electoral del (inventado) Licenciado Sendic, a pesar de su pésima gestión al frente del ente petrolero.

La segunda es más profunda y grave que la primera pero también está vinculada al talante frenteamplista. En efecto, desde la vuelta a la democracia y de forma casi sistemática, los principales dirigentes de izquierda promovieron un discurso de división moral del país: por un lado, los impolutos, siempre honestos y superiores éticamente, representantes del pueblo y adherentes al Frente Amplio; por el otro, un conjunto de dirigentes y partidos siempre denostados moralmente por la izquierda, ya sea por corruptos o vendepatrias o lo que fuere.

La división nunca fue fáctica, real, concreta. Siempre se apoyó en una petición de principios general, muy simplista pero muy efectiva, que separó al mundo de los buenos frenteamplistas del mundo de los malvados formado por los partidos tradicionales. Así las cosas, esta prédica evidentemente fue prendiendo en una cantidad importante de ciudadanos que dieron su apoyo electoral al Frente Amplio no solamente por motivos políticos, sino también y sobre todo por haberse convencido de que, efectivamente, esta izquierda era superior moralmente al resto de los mortales.

El problema es que cuando empieza a hacerse evidente que el Frente Amplio en el poder es tan o más ineficiente que cualquiera en cuestiones de políticas públicas relevantes, como la inseguridad y la educación, y que sobre todo, el Frente Amplio es más corrupto que cualquiera, como lo viene dejando claro sobre todo la pésima gestión de Ancap en manos de Sendic, cierta desazón ciudadana ya no solamente se expresa contra la coalición de izquierda. Es que como durante años la izquierda ligó su capacidad política a su pretendida superioridad ética democrática, lo que muchos ciudadanos terminan por poner en tela de juicio con la desilusión hacia el Frente Amplio es la adhesión misma hacia la institucionalidad del sistema democrático de gobierno.

Seguramente en el largo plazo este sea el peor legado de la nefasta prédica política del Frente Amplio en todas estas décadas: un menor apoyo ciudadano a la democracia en el país.

EDITORIAL

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