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Cultura y democracia

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Ocurre que la sociedad pierde en el largo plazo calidad argumentativa en su debate público, en la complejidad de las propuestas que puede entender a la vez que demandar de parte de sus representantes políticos, y en su rumbo colectivo democrático.

Una de las consecuencias políticas de la decadencia de la educación pública es el inevitable debilitamiento institucional democrático de largo plazo en el país. Es claro que una ciudadanía bien formada no es suficiente para garantizar la salud democrática, pero también se sabe que una sociedad con bajo nivel educativo corre mayor riesgo que cualquier otra de caer en manos de gobiernos demagogos que terminen mellando la calidad de su convivencia social.

En el Uruguay autocomplaciente que los sucesivos gobiernos de izquierda han profundizado, no se habla de estos asuntos. Se privilegia ver la fotografía actual, forjada sobre décadas de sentido democrático colectivo, que sitúa al país entre las mejores democracias del mundo. Sin embargo, si se analizan los datos disponibles acerca de nuestra cultura ciudadana, se verá que ya hay varias señales de alerta en rojo.

Desde el punto de vista de la educación formal de las nuevas generaciones, es sabido que presentamos uno de los peores resultados de la región en culminación de enseñanza secundaria. Ni que hablar si la comparación se hace con los países que antes eran nuestros modelos como los de Europa Occidental. Para dar cuantitativamente un dato relevante, en 2015 solo uno de cada cuatro jóvenes entre los 18 y los 19 años había terminado el bachillerato. Es algo mejor que la proporción de uno de cada cinco de 2006, pero sigue siendo un pésimo resultado. En cuanto a medir la calidad de la educación recibida, también es sabido que estamos por debajo de los niveles aceptables en todos los resultados de las pruebas PISA.

Pero además de todo esto bien conocido, los uruguayos mostramos hoy unas preferencias culturales más sencillas que en el pasado. En efecto, hacia 1960 hubo algo menos de 18 millones de espectadores de cine solo en Montevideo, una ciudad de apenas 1 millón de habitantes. Hoy en la capital no se llega a los 3 millones por año. Es cierto que se puede alegar que en la actualidad hay otras formas de ver películas que el prácticamente monopolio del cine de 60 años atrás. Sin embargo, lo que seguramente ha ocurrido también es un cambio en las preferencias culturales que ya no valoran como antes cierta estética artística más compleja o cierta narración más cuidada.

Lo que se ha producido es un corrimiento hacia opciones de uso del tiempo libre menos vinculadas a lo mejor de la cultura, porque lo que viene ocurriendo, en realidad, es que la sociedad es hoy menos culta y educada que la de hace medio siglo. No es que falte dinero para poder ir a un espectáculo como el cine o el teatro, ya que el uruguayo medio tiene hoy niveles de ingresos mucho mejores que los de hace cuarenta años atrás. Es que, simplemente, sus preferencias culturales han bajado de calidad.

Si se quiere evitar la comparación del cine que efectivamente tiene particularidades que la relativizan, hay un dato muy contundente sobre el teatro: en 2014 los espectadores de teatro no llegaron a los 150.000 en Montevideo, cuando veinte años atrás fueron más de 445.000 en total. Y no es que los uruguayos dejen de asistir a espectáculos públicos, porque por ejemplo siguen yendo al fútbol igual o más que antes. En 2015 por ejemplo, a pesar de todas las dificultades de seguridad que ya existían, el Campeonato Uruguayo tuvo cerca de 900.000 espectadores, que fueron más que los 673.000 de 1995 por ejemplo. También los montevideanos que van al basquetbol son más numerosos que los que visitan los dos museos más populares de la capital; y finalmente, en 2015 fueron más los que disfrutaron de las domas del Prado que los que concurrieron al teatro.

¿Qué ocurre políticamente cuando un país se despreocupa por años de la calidad de su educación formal y a la vez constata que sus ofertas culturales más complejas y elaboradas, vinculadas desde siempre a la reflexión humanística (como el teatro) ceden su protagonismo frente a expresiones de entretenimiento sencillas, como son el deporte o la mayor exposición a los programas livianos de televisión en el hogar?

Ocurre que la sociedad pierde en el largo plazo calidad argumentativa en su debate público, en la complejidad de las propuestas que puede entender a la vez que demandar de parte de sus representantes políticos, y en su rumbo colectivo democrático. Porque la institucionalidad de la democracia precisa de ciudadanos atentos y exigentes.

Infelizmente, los datos son tan apabullantes como preocupantes para el futuro político del país. Formarán parte, sin duda, del peor legado del Frente Amplio gobernante.

EDITORIAL

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