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Conviviendo con la mediocridad

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Dos episodios de los últimos días pusieron sobre la mesa el desparpajo con que se dilapidan los recursos que aporta la gente al Estado: el horno que compró hace años Ancap y nunca se instaló y el gasto para instrumentar el voto electrónico en el Parlamento.

El Uruguay ha perdido, hace largo rato, la búsqueda de la excelencia a través de la dedicación y el esfuerzo co-mo una virtud especialmente vaporable. Sobran los ejemplos que nos apabullan para demostrar cómo hechos que por sí solos deberían despertar una genuina y espontánea indignación colectiva se pierden en la inercia de nuestra cotidiana mediocridad.

Un buen ejemplo es el culebrón so-bre qué hacer con el horno que compró Ancap para su planta de cemento de Paysandú.

Una inversión mal hecha, que requería para su instalación y puesta en funcionamiento otra inversión millonaria que nunca se hizo porque era innecesaria y el dichoso horno quedó herrumbrándose en el puerto.

A este penoso episodio hay que sumarle el festejo oficial por el superávit de Ancap de 15 millones de dólares luego de pérdidas por cientos o miles de millones de dólares. Y la frutilla de la torta: el desparpajo del vicepresidente de la República, que evidentemente ha perdido todo sentido del ridículo, atribuyendo el "buen" resultado de la empresa pública gracias a sus buenas inversiones.

Otro episodio mucho menos costoso, pero igualmente sintomático, es el que se da con el sistema que compró el Parlamento para instrumentar el voto electrónico de los legisladores. La idea evidentemente es positiva, es un brutal atraso de nuestro país que no sepamos qué votan nuestros representantes en cada proyecto de ley, lo que en cualquier país con una calidad democrática similar a la nuestra, sería un escándalo.

Es más, debería ser muy sano que existieran en Uruguay organizaciones como las que se encuentran en muchos países que llevan el registro de votación de cada legislador, lo que constituye un insumo valioso para el votante a la hora de las elecciones.

En nuestro país, lamentablemente, eso no es posible, porque no hay un registro de qué vota cada parlamentario, salvo sus propias declaraciones o lo que puede recoger, de acuerdo a la relevancia de la ley, la prensa.

Esto se intentó remediar hace unos años comprando los equipos y el software necesarios para poder ingresar de una vez por todas a la modernidad, pero solo fue el comienzo de otro culebrón.

El sistema que se compró no se adapta al sistema de votación de nuestro Parlamento, lo que, increíblemente, no fue percibido por nadie hasta que estaba comprado e instalado en las bancas del Palacio Legislativo.

Con el paso de los años, los sucesivos presidentes de la cámara de representantes hicieron esfuerzos más o menos intensos por arreglar el lío, cambiando el software, partes de los equipos, negociando con la empresa a la que se le compró el sistema para lograr que finalmente funcionara, pero nada.

Hoy por hoy el sistema de voto electrónico para los legisladores está instalado, no funciona y a nadie le importa.

Los dos ejemplos, más allá de sus diferentes magnitudes económicas, demuestran cómo nos hemos acostumbrado a convivir con la mediocridad. Es evidente que la situación del horno de Ancap, como toda la situación que atravesó esa empresa pública en general, es el agujero negro más grande de la historia del país y por lo tanto cuantitativamente, muy distinto al sistema de voto del Parlamento.

Pero también constituyen desde el punto de vista cualitativo, dos ejemplos de cómo los políticos pueden patinarse escandalosamente el dinero del contribuyente sin ninguna consecuencia, ni patrimonial, ni política.

De vez en cuando, estas noticias saltan a la prensa, se hacen algunos reportajes, los partidos se echan la culpa entre sí y unos días después, nadie se acuerda más de los hechos. Así pasará también en poco tiempo con el horno y el sistema de votación parlamentario.

Esta suerte de anestesia que sufre la sociedad civil, por cierto, está estrechamente vinculada a nuestro Estado hipertrófico, la asfixia que sufre el sector privado desde hace más de un siglo y la falta de vigor de organizaciones sociales que reivindiquen derechos elementales de los ciudadanos.

Mientras que no exista un reclamo fuerte y claro de los uruguayos por más transparencia, eficacia y eficiencia del sector público, seguiremos sufriendo estos problemas porque los políticos, co-mo todas las personas, responden a los incentivos, positivos y negativos. Y has-ta ahora queda demostrado que ser un buen o un mal administrador es independiente de la suerte que corre un político.

Si le queda alguna duda, consulte a Daniel Martínez o a José Mujica.

EDITORIAL

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