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Caceroleo y marcha

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En definitiva, se expresó un malhumor que a hurtadillas todos reconocen que existe y tiene sus valederas razones, pero que cuando llega el momento nadie quiere expresar con contundencia a la luz pública.

El 1° de marzo, mientras ocurría el mensaje presidencial, hubo ruidosos caceroleos en varios barrios de la capital. En el Día Internacional de la Mujer, una multitudinaria marcha de varias decenas de miles de personas recorrió 18 de Julio.

A primera vista, es difícil asociar estas dos manifestaciones. Por un lado, el caceroleo y las bocinas son una forma de censurar lo que expresa el presidente, pero carece de argumentos. Se hace, además, de forma relativamente discreta, ya que en la noche no hay expresión personal y ciudadana sino anónimo ruido que ensordece cualquier explicación. Por otro lado, la marcha organizada con pancartas y proclamas expresa convicciones e ideales. Evidentemente, es variopinta por lo multitudinaria y caben en ella hasta tesis contradictorias. Pero la ciudadanía está allí, se hace presente y da la cara.

Sin embargo, a pesar de estas notables diferencias, hay cosas sustanciales que unen a estas dos manifestaciones populares. Primero, las dos señalaron malestar y crítica hacia la actual coyuntura del país. El caceroleo lo hizo de forma ciertamente más politizada, en la medida en que fue una iniciativa discreta pero claramente contraria al discurso del gobierno. La marcha lo hizo de manera más general, ya que no hubo explícitamente críticas hacia tal o cual política gubernamental, sino que se planteó una alerta sobre el papel de la mujer en nuestra sociedad.

Segundo, en ambos casos, ese malestar evitó oponerse explícitamente, con argumentos y coraje, a las políticas que lleva adelante el Frente Amplio. Porque por un lado el caceroleo, por definición, no argumenta. Solo se queja. Y lo hizo, sobre todo, en zonas de la capital en las que la izquierda ganó las últimas elecciones generales. En definitiva, se expresó un malhumor que a hurtadillas todos reconocen que existe y tiene sus valederas razones, pero que cuando llega el momento nadie quiere expresar con contundencia a la luz pública: no se quiere ir, a cara descubierta, contra el gobierno que en su momento tantos votaron y ahora desilusiona tanto.

Por otro lado, la marcha tampoco quiso ir contra el gobierno. La solidaridad por la igualdad y contra la violencia de género se pareció mucho a una manifestación por el bien y contra el mal. Independientemente de algunas delirantes o ideologizadas proclamas, lo cierto es que la inmensa mayoría fue para adherir a la mejora de la situación de la mujer y sobre eso nadie puede estar en contra. Pero nadie dio un paso más allá para plantear los errores, las omisiones, las incapacidades y las desidias de estos gobiernos del Frente Amplio que, con los mayores recursos de los que se tenga memoria, no ha logrado fijar políticas públicas que mejoren radicalmente la situación de la mujer en nuestra sociedad. Nadie quiso criticar, a cara descubierta, las falencias de las políticas de un gobierno que la inmensa mayoría de los integrantes de las organizaciones convocantes de la marcha, seguramente, votó.

Cuando a veces en el pequeño debate de líderes de opinión y analistas políticos se plantean dudas sobre la vigencia y el vigor de la hegemonía cultural de la izquierda, vale la pena analizar estos casos de estos días. Porque esa hegemonía cultural no es solo algo teórico cuya traducción, por ejemplo, podría ser la influencia que sobre cierta opinión pública ejercen los análisis pro- frenteamplistas de la academia en ciencias sociales. Es más que eso. Su formidable peso se verifica en los hechos, en la realidad concreta: por ejemplo, en estas manifestaciones que parecen tan distintas pero que en el fondo son tan iguales.

Porque en los dos casos nadie se atrevió a criticar con argumentos valederos y sólidos el rumbo del gobierno. Y no se atrevieron porque, en realidad, les pesa la hegemonía cultural de la izquierda. Ella impone un límite tácito a la crítica ciudadana: no se debe ir, en serio y a fondo, en contra del Frente Amplio en el poder. Quien lo haga será denostado por facho, neoliberal, etc. Pero sobre todo, quedará excluido de la autoasignada, extendida y balsámica superioridad moral que provee esta vigorosa y legitimada hegemonía izquierdista.

La hegemonía existe no porque acalle voces discordantes en el debate. Sino porque ha logrado imponer un difuso deber ser ciudadano, nunca explícito pero siempre presente, según el cual queda mal o no conviene criticar duramente a la izquierda. Entonces se prefiere el caceroleo al argumento; o se marcha en favor de la mujer sin opinar sobre las malas políticas de género de este gobierno.

EDITORIAL

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