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Donald Trump el imprevisible

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Por estos días se cumplieron los primeros cien días de la gestión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Tal como era esperable las evaluaciones son variadas aún cuando casi todas señalen que el personaje ha concretado menos de lo que prometía en su campaña.

Por estos días se cumplieron los primeros cien días de la gestión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Tal como era esperable las evaluaciones son variadas aún cuando casi todas señalen que el personaje ha concretado menos de lo que prometía en su campaña.

Las dilaciones en la construcción del prometido muro con México, cuya financiación, ante la previsible negativa a hacerlo del vecino, sigue constituyendo una irresuelta dificultad, el tratado nuclear con Irán, que para Trump incumple sus obligaciones, mientras para sus asesores las respeta integralmente, su sonoro fracaso con el “Obamacare”, emblema de su campaña, su ambigüedad en sus relaciones con Putin, de futuro aliado cercano a eventual adversario, su incumplido retiro del involucramiento de su país en asuntos de política exterior, desmentido por su bombardeo en Siria o sus escarceos con Corea del Norte, son notorios ejemplos del alejamiento de sus detonantes promesas. O más bien, de la imposibilidad de cumplirlas. Lo cual, se señala, puede deberse a dos o tres razones, no totalmente incompatibles. O bien el hombre no es capaz de vencer las resistencias derivadas de los tradicionales “intereses objetivos” de su país, que le imponen razones que demuestran su ignorancia, o bien el ejercicio del cargo le ha impuesto una actitud prudente, una apresurada docencia que le señalaría la necesidad de un ejercicio de su cargo menos complicado, buscando vencer gradualmente las resistencias que su estilo le genera. Lo cual, en cierto modo, no dejaría de ser tranquilizador si no fuera tan incompatible con su personalidad.

Por más que tampoco ayuden las ambiguas declaraciones del personaje, quien puerilmente manifiesta que las responsabilidades y obligaciones del cargo que desempeña son mayores a las que imaginaba, y que siente la diferencia con la forma de su trabajo anterior basado en la obediencia incondicional a sus órdenes, a la que, aclara, estaba acostumbrado. Algo que no extraña, dadas las diferencias entre un millonario imprevisible, temperamental y excéntrico y probablemente no demasiado capaz, con el gobernante de una gigantesca y muy compleja burocracia. Todo lo cual plantea el eterno problema del héroe (o del villano) en la historia. ¿Las características personales de ciertos jefes carismáticos pueden imponer el ritmo y la forma de los acontecimientos, o estos, como propone el marxismo, son una consecuencia derivada del desarrollo social antecedente? ¿Hitler o Napoleón, construyeron su tiempo, o éste, aún sin ellos, se hubiere plasmado de un modo similar?

Sea cual sea la respuesta a este gran tema, parece que a esta altura de su desarrollo los pueblos no escogieran ideas o programas sino jefes de horda, del tipo de Putin o Maduro. Típico exponente de esa especie, Donald Trump, como bien refiere el nobel Paul Krugman, es un aspirante a autócrata que sólo retiene de la democracia el hecho de haber sido electo (aunque ni siquiera lo fue por mayoría) pretendiendo que ello legitima sus desplantes. Un hombre que ya ha mostrado que para él gobernar equivale a manejar empresas (de allí que las desgrave) y que sin rubor no duda en vilipendiar y rebajar a medios y a opositores para dominar a la sociedad. ¿Será que la boga del populismo, que da cuenta de este tipo de líderes, es una enfermedad de la actual democracia? ¿O peor aún, será posible que por primera vez en la historia, el futuro de la especie dependa del arbitrio de un hombre imprevisible?

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Hebert Gatto

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