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Una dirigencia responsable

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Una de las complejas preguntas de la vida moderna es si las personas tienen precedencia sobre el ente colectivo o es lo contrario. Esto se debe a que en la era que vivimos el individuo adquirió autonomía y se ha vuelto un ciudadano votante y consumidor soberano.

Una de las complejas preguntas de la vida moderna es si las personas tienen precedencia sobre el ente colectivo o es lo contrario. Esto se debe a que en la era que vivimos el individuo adquirió autonomía y se ha vuelto un ciudadano votante y consumidor soberano.

Y esto nos lleva a la necesidad de rescatar la importancia de replantear la situación porque un simplismo obtuso responsabiliza a la sociedad de todos los males y concluye con una fácil exculpación al afirmar “que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”.

No creo que esto sea así porque el desinterés en la política tiene origen en los fracasos de los dirigentes en formar opinión, en mantener la coherencia en defensa de los valores que los identifican y en asumir la función pública como un acto de servicio en busca de la prosperidad y de la calidad de vida de la gente.

En los últimos tiempos el poder se ha transformado en un fin en sí mismo. El corto plazo es la medida del éxito o del fracaso electoral, y en consecuencia, los cambios necesarios e impostergables que insumen dos o tres períodos de gobierno no se concretan porque nadie quiere correr el ries- go de que sean otros los que disfruten de sus resultados.

Hace años el escritor brasileño Gilberto Amado afirmaba que “alcanzaría orgasmos de alegría si encontrase un compatriota capaz de ligar causa y efecto”. Lo mismo podría decirse en nuestro país, ya que ni siquiera somos capaces de aprender del pasado, sobre todo en el campo económico, donde las crisis mas allá de circunstancias externas, se deben a repetidas causas estructurales como los indecentes déficit fiscales asociados a un gasto público clientelista y desaforado.

El desempleo, hoy cercano a un 8%, se debe al desequilibrio de las cuentas públicas que desalienta el riesgo empresarial con ajustes fiscales, a una ideologizada legislación del trabajo que potencia los conflictos y a la baja capacitación de la mano de obra nacional que no se ajusta a las exigencias de una moderna sociedad del conocimiento.

Pero, aún así, el problema es más grave que lo que la doctrina económica describe con simplicidad. La realidad nos enfrenta a un lamentable nivel de gestión que politiza todo y se aleja de las mínimas exigencias que los jerarcas públicos deben observar para obtener resultados en el mediano y largo plazo.

Los jerarcas de los Entes Públicos y de las decenas de sociedades de derecho privado carentes de todo control son en su mayoría -con algunas honrosas excepciones- “amigos” correligionarios de las distintas colectividades que, más temprano que tarde ceden a la tentación de potenciar sus carreras políticas inventando faraónicos proyectos por encima de la mínima prudencia que cualquier equipo económico serio debiera exigir.

Ancap, UTE, Antel o AFE son apenas un ejemplo de lo que pueden hacer mediocres administradores obsesionados por construir imágenes políticas financiadas por costosas publicidades atadas exclusivamente a sus objetivos electorales. Como decía gráficamente el recordado escribano Dardo Ortiz, el “efecto camiseta” en poco tiempo transforma a los jerarcas en autárquicos ejecutivos que despilfarran sus recursos en gestiones contaminadas de corrupción a costa del bolsillo de los indefensos contribuyentes.

El pueblo no se merece gobiernos de esta naturaleza porque la gestión así encarada es compartida por todos los partidos políticos. Oficialismo y oposición llenan de “todólogos” la Administración porque el compromiso con los “tropeadores de votos” los obliga a premiarlos con Directorios, Embajadas, y delicadas funciones públicas sin tener en cuenta su formación y su capacidad para administrar eficientemente cientos de millones de dólares.

Un dato más preocupante: mientras en el conjunto de la población una de cada tres personas manifiesta tener bastante interés en la política este porcentaje se reduce a una quinta parte entre los jóvenes y destacan que los partidos políticos no solo no cumplen, sino que además defraudan y no mantienen los ideales que proclaman.

Por tanto, no se trata de convocar tecnócratas sino de motivar la participación política para que los más preparados, aquellos que por preparación están capacitados, sientan que pueden ejercer con solvencia y transparencia responsabilidades de gobierno .

¿Acaso estaríamos dispuestos a subir a un ómnibus sabiendo que el conductor no tiene libreta?; ¿llevaríamos un familiar a ser atendido por un médico o un licenciado que no despertara nuestra confianza?; ¿alguien llamaría a la policía sabiendo que no podría defenderlo de una agresión o de un copamiento? Seguramente nadie podría decir que lo haría. Entonces, ¿por qué no nos resistimos a que todos los partidos políticos actúen despreocupados de la importancia de las políticas públicas y de la debida formación de los jerarcas designados para llevarlas a cabo?

Un gobierno es un equipo y un partido que aspira a sustituirlo también necesita un equipo. Y eso significa que la visión de Estado no es una creación académica de los cientistas políticos. Es una exigencia ética que deriva en que al final eso es lo que hace la diferencia entre los políticos creíbles y aquellos que desprestigian la función pública

Los gobiernos pueden ser malos o buenos, pero si solo para ganar una elección se incumple con una buena gestión y de hacer realidad variadas promesas electorales, no es el pueblo que se merece el gobierno que tiene, sino que es el dirigente que no merece serlo aunque tenga el “carisma” de entusiasmar a miles de ciudadanos que solo aspiran a volver a confiar en una democracia con instituciones sólidas y respetadas.

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Sergio Abreu

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