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Decapitado

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La muerte del periodista estadounidense James Foley, decapitado ante cámaras por sus captores que lo habían secuestrado en 2012, es un recordatorio cruel de los riesgos que encierra esta profesión. El cobarde asesinato de este reportero, cuidadosamente escenificado para lograr el mayor impacto posible en quien decidiera ver las imágenes, logró su cometido.

La muerte del periodista estadounidense James Foley, decapitado ante cámaras por sus captores que lo habían secuestrado en 2012, es un recordatorio cruel de los riesgos que encierra esta profesión. El cobarde asesinato de este reportero, cuidadosamente escenificado para lograr el mayor impacto posible en quien decidiera ver las imágenes, logró su cometido.

Subido a la red Youtube por el grupo llamado “Estado Islámico de Irak y Levante”, el vídeo llegó a los cuatro costados del mundo gracias a muchos que, horrorizados por lo que veían, tuvieron la idea de que otros deberían conocer lo que le había ocurrido a Foley. Con ello, ciertamente sin pensarlo, amplificaron el efecto buscado por sus asesinos: el “Mensaje a América” (así se titulaba la ejecución) volvió todavía más famoso a este grupo armado que se fortaleció al influjo de la guerra en Siria y de la cuasi anarquía que se apoderó de algunas regiones de Irak.
Foley es uno más de tantos periodistas que perdieron la vida mientras cubrían una guerra. Forma parte de una larga lista de reporteros que murieron en situaciones de conflicto, incluidas algunas que no alcanzaron a llamarse guerras. En ese listado figuran también periodistas asesinados por pandillas en Honduras o por cárteles de la droga en México, que buscan sembrar el temor entre quienes quedan vivos para informar. Es la más extrema de las formas de censura.

Sin embargo, el caso de Foley encierra un significado especial porque las motivaciones de sus matadores fueron otras. Cualquier periodista que haya cubierto situaciones de conflicto bélico o que haya estado en riesgo en medio de una operación policial, o incluso en manifestaciones que terminan a los tiros, puede entenderlo. Foley no fue una víctima directa de la violencia del conflicto en el terreno; no cayó por un tiro, por una explosión, ni siquiera porque quisieran callarlo.

Lo mataron para demostrar poder, fue usado para dar un mensaje político, para lanzar a los cuatro vientos un mensaje de fuerza. Fue una ejecución propagandística.

Su muerte, y más precisamente la forma en que fue asesinado, muestra que los periodistas se convierten cada vez más en blanco de la violencia que pretenden y deben mostrar. Por fortuna, siempre habrá quienes quieran ir a contar el horror de una guerra, a mostrar la vida miserable en medio de la violencia de la pobreza o a exhibir las peores miserias humanas cuando estalla una epidemia.

Es necesario que el ser humano se vea a sí mismo. Ayuda a la lucidez. Quienes decidimos en algún momento dirigirnos a ese lugar del que los demás huyen o querrían escapar, sabemos de los riesgos que corremos. Algunos van porque no hay nada más valorado en esta profesión que el título de “corresponsal de guerra”.

Están quienes se dirigen hacia una situación de peligro porque la curiosidad y el gusto por la adrenalina los mueve. Otros vamos porque buscamos entender para explicar. Por eso, la indignación que causa la muerte de James Foley no debería ser ocasión para que los mensajes compasivos y las expresiones de tristeza ganen la partida. Sería hacerle otra vez el juego a los pusilánimes que pusieron fin a sus días.
Debe primar el respeto y no la lástima. El hombre ya había sido secuestrado antes. James Foley tenía cuarenta años y sabía lo que hacía cuando llegó a Siria: nada más, ni nada menos, que su trabajo de informar.

Y sabía que era lo correcto.

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