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Contabilidad macabra

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En una formidable película francesa de Bertrand Tavernier que se llama “La vida y nada más”, el protagonista (Philippe Noiret) es un oficial del ejército encargado de rastrear la identidad de los soldados muertos en la Primera Guerra Mundial. Cerca del final, en la carta que le escribe a una amiga, dice lo siguiente: “Si los pobres muertos de esta guerra hubieran debido marchar por la avenida de Champs Elysées al mismo ritmo en que lo hicieron las tropas durante el desfile de la victoria, esa marcha habría durado once días con sus once noches”.

En una formidable película francesa de Bertrand Tavernier que se llama “La vida y nada más”, el protagonista (Philippe Noiret) es un oficial del ejército encargado de rastrear la identidad de los soldados muertos en la Primera Guerra Mundial. Cerca del final, en la carta que le escribe a una amiga, dice lo siguiente: “Si los pobres muertos de esta guerra hubieran debido marchar por la avenida de Champs Elysées al mismo ritmo en que lo hicieron las tropas durante el desfile de la victoria, esa marcha habría durado once días con sus once noches”.

La masacre de los conflictos bélicos es una de las peores vergüenzas de todas las épocas, pero sobre todo de la contemporánea, que tanto se precia de su humanitarismo y de los refinamientos de su civilización. Sin embargo, las carnicerías prosiguen como si la cultura y el respeto por la vida no hubieran avanzado nada. En los años 90, es decir ayer nomás. El medio millón de muertos en pocas semanas de la crisis étnica de Ruanda, demostró que ni los controles políticos, ni la intervención extranjera ni las Naciones Unidas eran capaces de frenar el horror. Poco después, el conflicto en Bosnia confirmó esas incapacidades, demostrando que el mundo -y sus habitantes- están sujetos al vaivén de algunos impulsos bestiales para los cuales no parece haber límites.

Ahora mismo, los 140.000 muertos y los 2.000.000 de evacuados que supone la guerra interna en Siria, son otra prueba del mismo fenómeno, de acuerdo al cual una vez desencadenada la violencia, ya no hay fuerza capaz de detenerla, ni diplomática, ni militar, ni política, ni religiosa. Del otro lado del océano, los siete años que lleva el combate de las fuerzas oficiales contra el narcotráfico en México, ya ha cobrado 80.000 vidas, con algunos extremos de espanto en el tratamiento de los cadáveres de muchas víctimas, desde la decapitación hasta el desmembramiento. Un poco más al sur, las seis décadas de guerra civile entre las fuerzas armadas y las guerrillas colombianas (también enredadas con las organizaciones de los narcos) son una prueba más de lo incontenible que resultan esos choques, a pesar de las conversaciones de paz que sobre ese conflicto se mantienen desde hace meses en Cuba.

Cuando se observan los disturbios en Ucrania, o cuando en la vecina región del Cáucaso se toma nota de las tensiones a punto de estallar entre las autoridades rusas y las organizaciones fundamentalistas de sectores musulmanes, puede comprobarse con enorme tristeza que los embates agresivos de las comunidades o los grupos políticos no parecen sosegarse, ni los organismos internacionales parecen ganar efectividad para apaciguarlos. Un simple balance del siglo XX puede añadir algunas cuotas de horror al panorama de los últimos años, porque en ese inventario debe incluir el genocidio de la población congoleña por orden del rey belga Leopoldo II, la mortandad de la población campesina rusa bajo Stalin y la hambruna provocada en esas zonas rurales que desembocó en el canibalismo.

Debe comprender también el holocausto de la población judía de Europa oriental bajo el nazismo, así como la mortandad fenomenal desencadenada por Mao con su plan terrorífico del Gran Salto Adelante, o el otro genocidio de los camboyanos bajo el régimen de Pol Pot. Como reverso de muchas maravillas de adelantos científicos y del espíritu de tolerancia, la humanidad también es eso.

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