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La caída de los dioses

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El 22 de noviembre tendrá lugar el balotaje en la Argentina y el 6 de diciembre las elecciones parlamentarias en Venezuela, dos fechas clave que tendrán una formidable influencia en el futuro de la región.

El 22 de noviembre tendrá lugar el balotaje en la Argentina y el 6 de diciembre las elecciones parlamentarias en Venezuela, dos fechas clave que tendrán una formidable influencia en el futuro de la región.

Lo que allí se vota y se decide escapa, más que nunca, al solo relacionamiento y a la competencia interna de las fuerzas políticas que participan y extiende su radio de influencia a todo un estilo que ha campeado por más de una década en América Latina. Venezuela, en primer lugar y la Argentina kirchnerista (o cristinista) un poco más atrás, son los principales exponentes del populismo que irrumpió en algunos países a caballo de la denominada “ola progresista” en casi todo el continente.

Se trata de gobiernos que ha utilizado mecanismos e instituciones de la democracia, como el voto, para acceder al poder. Que llegan aprovechando falencias y debilidades de las democracias, en ancas sobre todo de las masas marginales, presa fácil de la seducción reivindicativa y la demagogia. Pero se olvidan -o no les importa nada- que la democracia es un sistema que no se agota en el sufragio, que es mucho más que ello. Que implica un sistema de libertades, derechos y garantías que son su verdadera esencia y su razón, sobre todo que están respaldadas en el principio de Separación de Poderes y la absoluta independencia del Poder Judicial.

No hay democracia sin libertad de expresión y sin respeto a los derechos humanos. Sin jueces que no dependan del poder político, que sean garantía de las libertades y actúen conforme a sus convicciones, sin estar sujetos a los vaivenes emocionales, los credos oficiales o las arbitrariedades que el mandamás de turno pretenda imponer.

Venezuela presenta el peor panorama. Allí la democracia está herida de muerte y Nicolás Maduro no ha tenido el mínimo empacho en anunciar que si los resultados electorales no lo favorecen, no está dispuesto a respetarlos: “Si se diera ese escenario negado y trasmutado -dijo-, Venezuela entraría en una de las más turbias y conmovedoras etapas de su vida política y nosotros defenderíamos la revolución, no entregaríamos la revolución y la revolución pasaría a una nueva etapa”. ¿Qué significa eso? ¿Qué está anunciando o con qué está amenazando?

Como si fuera poco, se encargó de precisar: “Quien tenga oídos que entienda, el que tenga ojos que vea clara la historia: la revolución no va a ser entregada jamás”. Y bajo ese escenario, “gobernaría con el pueblo (aunque el pueblo haya votado en contra) y en unión cívico-militar”. La frutilla de la torta, el regreso a los regímenes que hace cuarenta años asolaron la región.

Si a eso le sumamos la huida y la denuncia del fiscal (Franklin Nieves) que intervino en la condena del dirigente opositor Leopoldo López, que confesó que el juicio había sido una “farsa”, a base de “pruebas falsas” que aceptó porque allí funciona “la ley del miedo”, las perspectivas para la patria de Bolívar no pueden ser más desoladoras. Y todavía queda la posibilidad del fraude liso y llano. Si Nicolás Maduro puede hablar con el pajarito de Chávez, no tendrá ningún problema en hacer desaparecer los votos adversos y multiplicar los que lo benefician. Además, los órganos de contralor y garantías dependen de él y sus monaguillos.

Ese no es el panorama en Argentina. Allí el kirchnerismo ha chocado con la cultura de un pueblo que puede estar deteriorada, pero muy lejos de destruida. Se ha apostado al clientelismo político y al desembozado amiguismo; a impulsar la fractura de la sociedad donde quien discrepa con el credo oficial es directamente un enemigo que hay que quitar del medio, pero todavía hay muchos que orgullosos desafían las amenazas. Donde la soberbia progresista ha desplazado todo vestigio de humildad republicana y ésta cada día se cotiza mejor. Donde el prepotente “¡Vamos por todo!” de CKF se busca disfrazar con dudosos artilugios legales, pero aún son resistidos. Donde el Poder Judicial está peligrosamente infiltrado, pero no doblegado.

Donde la oposición puede plantear pelea franca sin temor a convertirse en presos políticos. Donde lo único que hay que vencer -y ya se vio que se puede- es el gigantesco aparato de poder estatal creado para beneficio del modelo despótico, pero la conciencia personal sigue siendo rectora de la conducta de sus ciudadanos. Donde el fraude liso y llano para perpetuarse en el Olimpo todavía suena como un disparate. Donde la Constitución aún es un freno a las ambiciones mesiánicas.

La “ola progresista”, con Brasil también muy estropeado por la corrupción de los gobiernos de Lula y de Dilma, se tambalea en el continente. En sus principales cabezas, da la impresión de que el ciclo se aproxima a su fin y después vendrá el efecto arrastre por el resto de la región. Pasó con las dictaduras militares, pasó con las democracias liberales. En materia política, nada es definitivo y mucho menos eterno. ¿Cuál será el nuevo modelo que América Latina elegirá para su futuro? Esa es la gran incógnita. Pero lo que parece cierto es que esas oscuras deidades latinoamericanas, como las golondrinas de Bécquer, “esas... ¡no volverán!”.

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Washington Beltrán

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