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Sangre, sudor y lágrimas

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RUBEN LOZA AGUERREBERE

Hay ciertas frases que, por cierto, son recordadas con frecuencia por muy variados motivos. Su valor es el significado que alcanzan con el tiempo. Por otra parte, ¿qué significado tenían en el momento de su aplicación? Este asunto, en su contexto, analiza el seductor libro "Sangre, sudor y lágrimas" (Turner/Océano), del historiador húngaro, residente en Estados Unidos, John Lucaks. Al citar el título, sabemos que su protagonista es Winston Churchill, quien dijo esas palabras, que son su reflejo inmanente, el lunes 13 de mayo de 1940, Pentecostés. Dejarse llevar por estas páginas es emocionante, porque se trata del camino a la libertad.

El 10 de mayo de 1940 fue un día de coincidencias providenciales. En la mañana se verificó un impulso poderoso de Hitler (contra Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia), y, al atardecer, fue nombrado Primer Ministro de Gran Bretaña, Winston Churchill. Convocado por el Rey, al salir hacia esa audiencia, su guardaespaldas de siempre, el inspector W.H. Thompson lo felicitó. Le dijo: "Ojalá hubiese obtenido el cargo en mejores circunstancias, pues tiene por delante una tarea terrible". Brotaron lágrimas de Churchill; y le respondió: "¡Solo Dios sabe hasta qué punto es grande la tarea!". Esa noche, Churchill escribió en su diario: "Sentí que el Destino marcaba mi camino, y que toda mi vida anterior no había sido sino una preparación para esta hora y para este proceso".

El 11 de mayo, en el 10 de Downing Street, se dedicó a formar su gabinete. Al llegar, la gente le gritaba: "Buena suerte Winston, Dios te bendiga". El sabía que el Tercer Reich era dueño, en aquel momento, de un ejército enorme, poderoso y muy moderno.

Y llegó el 13 de mayo. La reina de Holanda llamó a las cinco de la mañana para informar que su país se derrumbaba. Esa tarde Churchill se dirigió al Parlamento con el discurso que había preparado, el más breve, y donde había incluido palabras claves. Vestía chaqueta oscura, pantalones a rayas, una cadena de oro atravesándole el chaleco y su chambergo negro. Allí dijo, iniciando sus palabras, que el rey le había pedido que formara nuevo gobierno. Y agregó: "Manifiesto ante esta Cámara lo que ya he comunicado a los ministros del gabinete: no tengo nada que ofrecer, salvo sangre, sudor y lágrimas". Y tras ellas, agregó: "Si me preguntan cuál es nuestro objetivo, puedo responder con una palabra: la victoria, la victoria cueste lo que cueste…".

El discurso no fue irradiado, ni publicado; figura en las actas. Aquel día a las seis de la tarde, y a las nueve, la BBC lo difundió citando solo las palabras claves: "…no tengo nada que ofrecer salvo sangre, sudor y lágrimas". Años después, en el segundo tomo de sus memorias, Churchill escribió que había expresado en el Parlamento: "no tengo nada que ofrecer sino sangre, trabajo, lágrimas y sudor". Pero solo quedaron aquellas palabras, con las que quería dejar en claro a todos que no tenían por delante una "Buena guerra", ni triunfos cercanos, sino penas, sufrimientos y desastres. Nadie había hablado así, porque nadie pensaba en esos términos sobre la guerra. Ello es lo que desarrolla este libro al que invitamos a leer, aunque aquí nos limitamos a no salir de esas palabras, que no fueron vanas, porque por algo sobreviven en el tiempo (ninguna de Hitler sobrevive), y nos siguen inspirando cuando las evocamos.

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