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Maracaná recargado

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Si se quisiera definir el Uruguay en diez palabras, una de ellas es Maracaná, que significa hazaña y victoria quizá con más arraigo que la batalla de Las Piedras. Ese nombre venerado de la historia nuestro fútbol resuena este año como los cohetes que en la tarde del 16 de julio de 1950 festejaron por anticipado un triunfo locatario que no fue.

Si se quisiera definir el Uruguay en diez palabras, una de ellas es Maracaná, que significa hazaña y victoria quizá con más arraigo que la batalla de Las Piedras. Ese nombre venerado de la historia nuestro fútbol resuena este año como los cohetes que en la tarde del 16 de julio de 1950 festejaron por anticipado un triunfo locatario que no fue.

El destino ha querido que el único sobreviviente del plantel uruguayo que disputó la final con Brasil sea el autor del gol decisivo y legendario: Alcides Gigghia. Testigo longevo pero vital, se lo vio hace meses atareado en el sorteo del fixture mundialista y luego en medio de la cancha del Estadio Centenario mirando su gol en pantalla gigante, trasladado al presente para que la tribuna de hoy lo gritase. Justo es decir que ese día las gargantas no acompañaron demasiado pero eso no importó, porque el asunto era desempolvar el mito y templar el alma nacional con el sueño de un Maracaná recargado.

Una campaña publicitaria muy oportuna e ingeniosa corporizó hace unos meses al fantasma que más temen los brasileños. Su divulgación viral en las redes y la repercusión internacional de la guiñada a quienes sesenta y cuatro años atrás soportaron la derrota, no dejó de ser también un gesto irreverente, que inclusive molestó al capitán de nuestra selección. Sin embargo, el asunto va mucho más allá de lo publicitario.

Con el estreno, noches atrás, de un documental en el Monumento del Fútbol devenido en cine repleto, la crónica de la gesta, que hasta entonces había tenido pocos testimonios audiovisuales, se amplía y llega a un público nuevo, escaso de referencias y ávido de utopía. Las salas de estreno dirán dentro de pocos días si los hinchas de hoy quieren alimentar una nueva ilusión mundialista explorando la cima de los triunfos celestes.

Comentario aparte merece la presencia, en los aledaños de la Tribuna América, de un avión Douglas DC-3, similar al que transportó a los campeones del 50 de regreso a la patria y que fue sacado del Museo de la Fuerza Aérea y reconstruido en tiempo record para la ocasión.
La palabra Pluna estampada sobre el fuselaje con las letras y el isotipo de la época le agregó al revival un extraño sentimiento menos de nostalgia que de pérdida, y la confirmación de que nuestra aerolínea de bandera desapareció y de ella apenas queda un escándalo. Solo faltó el café Sorocabana en vasito de cartón y los chocolatines Águila para completar un imposible vuelo hacia el pasado en busca de un país que ya no existe.
Por supuesto que la movida con Maracaná no termina aquí —y no me refiero al documental o al libro que lo inspira—: el peligro es convertir una hazaña jamás igualada en la versión futbolera del eterno retorno.

Una vez escribí que así como los brasileños habían superado el trauma de haber perdido, nosotros seguimos rumiando el de haber ganado. El tiempo y la distancia no han resuelto aún esa cuestión y nuestra secreta necesidad de reiterar Maracaná, de volver a silenciar a doscientas mil personas en el mayor estadio de Brasil parece un desafío autoimpuesto e innecesario. ¿No será este el año indicado para dejar la hazaña en donde está? Olvidarla no, pero tampoco seguir señalándola como obligatorio ejemplo a emular.

O peor, banalizarla para que los entusiastas piensen que la historia volverá a repetirse.

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