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Cultura de la violencia

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Una masacre puede ser un hecho accidental, pero dos masacres en diez días se parecen más a un síntoma. Ambas fueron cometidas en Estados Unidos por asesinos solitarios que abrieron fuego contra víctimas desprevenidas, desencadenando el pavor de la opinión pública y obligando a las autoridades norteamericanas a cuestionar la venta libre de armas que rige en ese país. La prohibición legal de dicha venta será una medida difícil de lograr en un Congreso donde tiene escaso apoyo, y donde el abismo fiscal puede distraer a los parlamentarios de cualquier otro tema, pero aunque se aprobara no atacaría la causa profunda del fenómeno (es decir, una cultura de la violencia) sino solamente su efecto más visible (una población civil armada hasta los dientes).

Prohibir la venta y tenencia de armas sería ante todo un gesto político para apaciguar a los sectores pacifistas, luego de la carnicería en una escuela de Newtown, Connecticut (14 de diciembre, 27 muertos) y la matanza en el pueblo de Webster, New York (24 de diciembre, 3 muertos). El primer asesino era Adam Lanza (20 años) y el segundo fue William Spengler (62 años), que en 1980 había matado a martillazos a su abuela de 92 y luego probablemente liquidó a su hermana de 67.

Claro que asesinos hay en todos lados, como puede confirmarlo la ascendente cifra de homicidios durante 2012 en el Uruguay, pero Estados Unidos es el país donde por ejemplo se ha frecuentado como en ningún otro el magnicidio, categoría en la que figuran los asesinatos de John y Robert Kennedy, de Martin Luther King, de John Lennon y Sharon Tate, sin ir más allá de las últimas décadas y por no hablar del intento fallido contra Ronald Reagan. Como se aprende en psicología, ciertos modelos de comportamiento son contagiosos.

En Estados Unidos viven actualmente dos millones de jóvenes que desde 2001 pelearon en la guerra de Afganistán y en la de Irak, gran parte de los cuales sufrió o sigue padeciendo los trastornos del estrés postraumático. Esa es una masa de víctimas de otra forma de violencia, menos condenada que el homicidio pero igualmente grave, cuyo efecto sobre los combatientes fue apreciado en los episodios de la cárcel de Abu Ghraib o en el bombardeo de Fallujah, con sus actos de exterminio de familias enteras.

Las guerras no son hechos aislados sino que integran un variado cuadro de violencias en el seno de una sociedad, desde la segregación o la extrema pobreza hasta el culto de la fuerza, la jactancia paranoica o el crimen organizado.

Las masacres tampoco son hechos casuales en ese contexto. Las que se han registrado en Estados Unidos obligan a retroceder hasta 1927, cuando el empleado de una escuela de Michigan puso explosivos en ese local y mató a 38 niños. En 1966, un francotirador mató a 16 estudiantes en la Universidad de Texas. En 1999 dos muchachos mataron a 13 personas en una escuela de Columbine. En 2007, un estudiante mató a 32 colegiales en el instituto Virginia Tech. En 2012, un exalumno de la Universidad de Oikos mató a 7 muchachos, y un espectador abrió fuego sobre el público en un cine de Denver, matando a 12 personas. Todo ello sin contar las dos matanzas de diciembre.

No será fácil enfrentar esa patología de la ferocidad, que requiere no sólo auxilio policial sino también psiquiátrico, sociológico, político y moral.

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