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¿Son todos iguales?

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Durante dos años los uruguayos discutieron sobre la conducta del ya renunciado vicepresidente Raúl Sendic. Es una historia conocida donde lo que indignó fueron las malas justificaciones, propias y de allegados, así como la dificultad del Frente Amplio para reconocer que el proceder de Sendic era problemático y que lo mejor era que dejara de ejercer sus funciones.

A las cansadas, Sendic renunció y apenas ese episodio empezó a quedar atrás surgieron otros dos, vinculados a un legislador y a un intendente blancos.

La historia empezó de vuelta, como si lo de Sendic no hubiera dejado una lección y una señal clara de cuál era el estado de ánimo de la gente ante situaciones como esas.

No importa si lo del intendente de Soriano Agustín Bascou y lo del diputado Wilson Ezquerra, es más o menos grave que lo de Sendic. Para la gente hubo conductas inaceptables que afectan el ejercicio de sus respectivos cargos.

Los argumentos defensivos se repiten: tienen la conciencia tranquila, son buenas personas, hay que esperar lo que digan la justicia o los tribunales éticos partidarios. Sin embargo hay un electorado exigente (frentista, blanco, colorado e independiente) que se indigna tal como lo hizo con Sendic.

Ante la razonable sensibilidad popular, la única solución eficaz es la de dar un paso al costado y hacerlo en el momento oportuno y no cuando ya es tarde. Ello libera a un partido de lidiar con esa situación y permite al involucrado resguardar su prestigio y, según el caso, recomponerse para el siguiente período.

Ezquerra presentó genuinas disculpas, pero no se fue y sigue por lo tanto envuelto en el lío. Es legislador y sabe que las leyes están hechas para ser cumplidas. Lo suyo fue de una enorme irresponsabilidad y más aún por tratarse de una persona con un cargo parlamentario.

Lo de Bascou es más complicado por cuanto incluye dos problemas. Por un lado el libramiento de cheques sin fondos como parte de su actividad empresarial, no política. Se supone que eso sería un asunto personal, pero no puede estar atendiendo cosas personales de tal gravedad, con juicios de por medio, y a la vez gobernar un departamento. Al menos debió pedir licencia. No lo hizo.

A eso se agrega el hecho de ser propietario de estaciones de servicio donde la flota municipal carga nafta. Sus allegados intentan justificar la legalidad del procedimiento. Nada de eso importa. Nunca debió haberlo aceptado porque era evidente que comprometía su imagen política y su prestigio. Las explicaciones posteriores son como esas aclaraciones que oscurecen.

El líder sectorial de ambos, el senador Jorge Larrañaga, apoyó a sus políticos y sostuvo que se trataba de una revancha frentista ante lo de Sendic. No hay revancha que valga cuando alguien queda expuesto en una situación tan endeble.

Al defender a los suyos, Larrañaga no entendió que el estado anímico de los uruguayos es otro. Quizás antes esas cosas se toleraban, o se callaban. Hoy no.

Su actitud alienta un razonamiento peligroso para la estabilidad democrática: el de que "los políticos son todos iguales". Antesala de un razonamiento aún más peligroso: el de que "se vayan todos".

La falta de una reacción clara obligó a que el otro líder partidario, Luis Lacalle Pou, se pronunciara al regreso de un viaje. Su ausencia dio tiempo a que el sector de Larrañaga recapacitase, cosa que no ocurrió. Por lo pronto, ni bien llegó a Montevideo dijo lo que debía decir: que en igual situación hubiera renunciado.

Lo acusaron de inmaduro y de querer dividir al partido. Sin embargo, la única forma madura de evitarle perjuicios al Partido Nacional hubiera sido que ambos, por cuenta propia y sin que nadie se los pidiera, renunciaran.

El Partido Nacional se ubica como un probable ganador en las próximas elecciones. Cada paso dado será analizado con lupa por los votantes. Y en especial por aquellos que pueden volcar un resultado. No se trata de lo que harán los amigos de Bascou, de ellos ya se sabe qué esperar. Se trata del resto.

No manejar esta situación con pericia pone en peligro el objetivo propuesto por los blancos, el de desplazar al Frente del gobierno.

Por eso la postura de Larrañaga es difícil de entender. No antepone a su partido, ni le da prioridad al mensaje que como líder debe trasmitir a la ciudadanía; por lo pronto, que no todos son iguales.

Parece haber allí una compulsión a querer perder. A preferir la derrota electoral.

Algunos políticos de la Alianza acusaron a Lacalle Pou de hacer esa declaración para posicionarse mejor en la interna. Basta un elemental análisis para entender que Lacalle en realidad necesita que su partido vote bien, todo y en su conjunto, y para ello debe emitir los mensajes sensatos, que muestren preocupación por la realidad y digan que cambiar no es seguir haciendo lo que hacen los adversarios.

Si Larrañaga hubiera reaccionado desde el principio con firmeza, Lacalle Pou no hubiera hablado. Al no ocurrir, estaba obligado a hacerlo. Mostró así una clara percepción de cómo la gente ve estos temas y decidió ponerse al frente.

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Tomás Linn

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