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Con los partidos no se juega

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Los dirigentes políticos suelen ser hábiles en el manejo de sus estrategias. Saben lo que buscan, tienen claras sus prioridades y cuando se sienten seguros, apuestan fuerte. Lo que no pueden ni deben hacer, es pasar esa raya intangible donde se marcan las reglas de juego. Por eso, la situación planteada con el “pase” del senador (y antes diputado colorado por Colonia) Daniel Bianchi, encendió una luz de alarma que no debería quedar reducida al sector político del que pretende irse, sino al país entero.

Los dirigentes políticos suelen ser hábiles en el manejo de sus estrategias. Saben lo que buscan, tienen claras sus prioridades y cuando se sienten seguros, apuestan fuerte. Lo que no pueden ni deben hacer, es pasar esa raya intangible donde se marcan las reglas de juego. Por eso, la situación planteada con el “pase” del senador (y antes diputado colorado por Colonia) Daniel Bianchi, encendió una luz de alarma que no debería quedar reducida al sector político del que pretende irse, sino al país entero.

Las reglas de juego en Uruguay son varias y eficientes. Consolidan un andamiaje institucional estable y facilitan una relación, dentro de lo posible, civilizada y leal entre gente que piensa muy diferente.

Los partidos canalizan las demandas de la gente, establecen la cancha donde dar la disputa, controlan las apetencias desmedidas de los apresurados, preparan el terreno para el surgimiento de nuevos liderazgos y terminan siendo la garantía de las instituciones democráticas.

No todos los países de la región pueden darse el lujo de contar con partidos así y eso es problemático. En algunos lugares se ven tan solo asociaciones laxas reunidas tras una figura mesiánica con un liderazgo circunstancial. Terminado su cuarto de hora esos grupos se disuelven y cada uno sale a buscar un líder nuevo, lo cual puede incluso debilitar el sostén de un gobierno.

Esto se ve en Brasil, con su enredado sistema de pequeños partidos unos aliados con otros hoy, para mañana aparecer todos contra todos. Se lo ve en Argentina, donde todo el tiempo se forman grupos que giran en torno a figuras que están en su mejor cuarto de hora, pero que al final tal popularidad resulta transitoria, ilusoria y débil.

En esos países, el referente es la figura, no el partido. Eso funciona bien solo por un tiempo. El desgaste luego genera el desbande y todo vuelve al primer casillero. Una y otra vez.

Con los partidos no se juega. Aun con los que están en crisis. Existen y es bueno que estén, que actúen como tales, que sean la garantía de todas las libertades, la espina dorsal de la democracia, la voz de la gente que desde sus preocupaciones, intereses y diversidades necesita expresarse.

Convencido de que tiene todo para ser el siguiente presidente de la república, Edgardo Novick se lanzó a una bien meditada ofensiva. Pisa fuerte y no cede terreno. Lo hace desde un partido nuevo (teóricamente montevideano) que no fue fundado por él, sino por colorados y blancos. Sin embargo, se lo adueñó para contar con una formalidad de organización que se ajusta a su estilo. Y hacia allí pretende llevar a dirigentes ya conocidos para armar su nueva fuerza. Bianchi es uno de ellos.

Tiene derecho a que sus pretensiones se cumplan. Todo ciudadano lo tiene. Pero un apresurado objetivo personal, por legítimo que sea, no puede actuar de forma tal que deje tras de sí tierra arrasada. Eventualmente, son cosas que el propio Novick pagará. Pero más aún, las pagará el país.

El funcionamiento de los partidos en Uruguay es importante, sean chicos o grandes o tengan una arbitraria lógica interna.

Sucede con el Frente Amplio, una coalición compleja de grupos de izquierda que van desde un moderado socialismo hasta un rígido ideologismo puro.

Aun así el Frente responde a una lógica de partido. Tiene autoridades, discute sus posturas a la hora de votar en el Parlamento, actúa como bloque. A veces incluso para bloquear. Pero hay una matriz reconocible para sus adversarios, que saben a qué atenerse.

Como contrapartida, en su pequeñez, el Partido Independiente también es un partido consistente. No es un grupito antojadizo de amigos que giran en torno a una figura emblemática. Sus líderes, por serlo, tienen iniciativa pero también se atienen a las estrategias resueltas por el conjunto.

Aun en su peor y más aguda crisis, los colorados siguen siendo una colectividad de peso. Hay intriga sobre cómo saldrá de su actual lío, pero su identidad es clara. El peligro es que esa debilidad le permita a Novick horadar desde ahí y hacer un daño irreversible. Ya lo está haciendo con deliberado estilo.

El Partido Nacional, por su parte, es a esta altura el segundo del país, el principal entre los opositores. En consecuencia, quienes están obligados a responder a la estrategia demoledora de Novick son los blancos. Cuentan con dos dirigentes reconocidos. Deben ahora mover sus piezas y ya no pueden seguir haciendo lo mismo de siempre. Novick juega pesado y le gusta sorprender (no siempre gratamente) con sus estratagemas. Por lo tanto Jorge Larrañaga necesitará salir al ruedo desde otro lenguaje al que está acostumbrado.

Algo similar debe ocurrir con Luis Lacalle Pou, a quien la elección pasada lo dejó como el principal líder opositor. Hoy, y por los próximos tres años, no es candidato a nada y a nadie le importa que lo sea. Hoy es, sí, principal figura de la oposición. O debería serlo. Es el rol que le asignaron las urnas y no puede eludirlo.

Durante su campaña, su imagen como figura enigmática lo ayudó y lo posicionó bien. El problema es que el país no está hoy en campaña y la diferencia entre ser enigmático y ser “chúcaro” empieza a desdibujarse. Su presencia e imagen debe ser otra.

Novick ha planteado un enorme desafío en el campo opositor. Hace su jugadas pensando en varias puntas. Juega solo y no necesita rendir cuentas. Quiere ser la figura de recambio y para una generación dentro del abanico opositor quizás lo sea. Hasta ahí está todo bien. Así ocurre en política cuando diferentes políticos disputan el liderazgo de espacios similares.

Lo que no está bien es que para ello arremeta contra los partidos. Contra su esencial existencia, contra lo que estos significan como garantía institucional democrática. Si durante tantos años estos partidos cumplieron ese rol, lo saludable es que lo sigan haciendo por mucho tiempo más. Hay jugadas que, en su entramado, dejan de ser de riesgo y pasan a ser destructivas. Que este no sea el caso.

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Tomás Linn

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