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El fin de un mito

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La izquierda uruguaya cultivó durante décadas un sentimiento de superioridad respecto de los demás actores políticos. Se suponía que ellos eran inteligentes, honestos y bien intencionados. Los partidos tradicionales eran torpes, corruptos y malévolos. El crecimiento electoral de la izquierda era interpretado como un proceso histórico irreversible que sacaba al país de la oscuridad para llevarlo hacia la luz.

La izquierda uruguaya cultivó durante décadas un sentimiento de superioridad respecto de los demás actores políticos. Se suponía que ellos eran inteligentes, honestos y bien intencionados. Los partidos tradicionales eran torpes, corruptos y malévolos. El crecimiento electoral de la izquierda era interpretado como un proceso histórico irreversible que sacaba al país de la oscuridad para llevarlo hacia la luz.

No hay dudas de que ese mito prendió en mucha gente. Eso se debió en parte a que los partidos tradicionales estaban desgastados por sus propios errores y por los costos de luchar contra condiciones económicas cada vez más adversas, pero sobre todo se debió a un hecho simple y decisivo: la izquierda nunca había gobernado. No tenía errores que reconocer ni un pasado del que hacerse cargo. Era puro proyecto.

La izquierda llegó al gobierno en 2005 y durante algún tiempo pareció que podía cumplir sus promesas. Pero cada día resulta más claro que aquello fue un espejismo.

El Frente Amplio tuvo la doble fortuna de asumir el gobierno a la salida de una crisis terrible (lo que volvía favorables todas las comparaciones) y en un contexto internacional que se había vuelto excepcionalmente benévolo. La economía crecía mucho y el presupuesto del gobierno crecía más que la economía. Los gobiernos frentistas gastaron sin medir costos ni evaluar retornos, como si las condiciones favorables fueran a durar para siempre. Era un error que ya se había cometido en el pasado, pero eso no les impidió repetirlo.

Hoy el oficialismo ve con asombro que le están pasando las mismas cosas que antes criticaban. Los errores y fracasos se acumulan y generan un lastre cada vez más pesado. Ni el brutal deterioro de Montevideo (que empieza por la mugre pero va mucho más allá) ni los desastres de Pluna o Ancap pueden ser atribuidos a ninguna herencia maldita. Tampoco pueden achacar a otros el ajuste fiscal que está en marcha, ni las carreteras rotas ni la crisis educativa. Hay procesados por corrupción e indicios de irregularidades muy graves que investiga la justicia. Hay un vicepresidente que ha hecho por sí solo más papelones que los que pueden haber cometido en conjunto muchos políticos papeloneros. En el campo internacional, el FA ha quedado enredado en el apoyo a gobiernos corruptos o a tiranías apenas disimuladas. Hay desgaste, hay pérdida de popularidad, hay conflictos internos.

Puede que todo esto sea malo a corto plazo para el Frente Amplio, pero es bueno para el país. El mito de una izquierda perfecta se está desmoronando. Ni eran tan lúcidos ni eran tan inmaculados. Llegar a esa conclusión es bueno porque nos ayuda a salir del pensamiento mágico.

En ninguna parte del mundo existen partidos políticos perfectos. Todos cometen errores. Todos se ven golpeados por la corrupción. Todos tienen trayectorias cargadas de claroscuros.

Justamente por eso es sana la rotación en el ejercicio del gobierno. Como le gustaba decir a Karl Popper, el primer objetivo de la democracia no es instalar el gobierno perfecto, que no existe, sino lograr que los que están haciendo las cosas mal hagan el menor daño posible. Todo lo demás viene después.

Los múltiples errores y fracasos del FA hacen que la democracia uruguaya se vuelva más madura. No se trata de dejar de soñar. Se trata de actuar con más responsabilidad y menos narcisismo.

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Pablo Da Silveira

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