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Matar con palabras

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El fenómeno se ha vuelto tan frecuente que algunos empiezan a tomarlo como normal: frente a alguien que emite una opinión o hace una propuesta, se lanzan andanadas de palabras que lo descalifican como posible interlocutor.

El fenómeno se ha vuelto tan frecuente que algunos empiezan a tomarlo como normal: frente a alguien que emite una opinión o hace una propuesta, se lanzan andanadas de palabras que lo descalifican como posible interlocutor.

Es la lógica primitiva del “mirá quién habla”. Lo que dice Fulano no merece ninguna consideración, no porque sea falso o incorrecto sino simplemente porque lo dice Fulano. Detrás de esta actitud hay un burdo error conceptual. Desde hace siglos se sabe que el valor de una afirmación no depende de quién la haga sino de lo que dice. Hace casi exactamente un siglo, el italiano Vilfredo Pareto, uno de los padres de las ciencias sociales contemporáneas, escribía en su Tratado de Sociología General: “Supongamos que mañana se descubriera que Euclides fue un asesino, un ladrón, el peor de los hombres que han existido.

¿Perjudicaría esto en la menor medida el valor de sus demostraciones?”.Mucho tiempo antes, a Shakespeare le gustaba recordar que la verdad habla con frecuencia por boca de los tontos y de los locos. Si esto es verdad en casos tan extremos, ¿podemos excluir la posibilidad de que la verdad hable por boca de nuestros adversarios o de aquellos con quienes no simpatizamos?

La descalificación en función de quien habla es un acto de poca inteligencia, pero además es un atentado contra la igual dignidad de las personas. Como Fulano pertenece a un grupo con el que no me identifico (los que viven en Carrasco, los “riquitos”, “la derecha”, pero también “la izquierda”, los sindicalistas o “los bolches”), lo declaro incapaz de decir nada que pueda tener algún valor.

En los casos más graves, esta actitud se convierte en discriminación lisa y llana. Esto ocurre cuando la causa de la descalificación es una característica que la persona no puede modificar: ser mujer, ser judío, ser “pituco”, ser universitario, ser hijo de alguien. Y, por cierto, es tan discriminador y clasista descalificar a alguien porque nació en Carrasco como hacerlo porque nació en La Teja.

Negarse a descalificar no significa renunciar a la discusión ni a las interpelaciones personales. Por ejemplo, no es lo mismo descalificar que exigir coherencia. Si alguien niega antes de una elección que haya dificultades económicas pero lo admite enseguida después de haber ganado, es legítimo decirle que se está contradiciendo. Pero señalar una contradicción implica tomarse en serio lo que se afirmó, mientras que descalificar implica negarse a considerarlo en función de quién lo dijo.

El que se niega a escuchar a otro por ser quién es, está contribuyendo a matar la cultura de debate público. Si todos hiciéramos lo mismo, no habría discusión posible. Pero, más grave todavía, descalificar a un interlocutor simplemente por ser quien es, implica colocarlo en la posición de quien, como un muerto, no puede decir nada. De algún modo se lo está matando con palabras.

En estos tiempos de deterioro del clima de convivencia, es bueno ejercitar ciertos reflejos básicos. Cuando se escucha a alguien zanjar una posible discusión con frases como “qué querés si lo dice este”, “qué se puede esperar” o “a esos no les creo nada”, seguramente se está en presencia de alguien que no practica el igual respeto ni cree en el debate público. No hay que imitarlo, porque eso solo contribuiría a agravar el deterioro. Pero hay que tener bien clara su responsabilidad.

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Pablo Da Silveira

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